jueves, 25 de enero de 2007

ACERCAMIENTO DESDE LA REVOLUCIÓN

El Club de Lucha.
Chuck Palahniuk
Muchnik Editores. Barcelona. 1999. 234pp

“Tyler me pide que preste atención porque es el momento más
importante de mi vida”

El Club de Lucha, lo siento, no puedo visualizarlo como un libro normal, ni siquiera como un libro muy bueno, ni como una obra de culto. El Club de Lucha es una obra que traspasa cualquiera de las posibles definiciones tradicionales, y se embarca hacia los terrenos altamente seleccionadores de los Campos de la Necesidad. No una necesidad viciosa o delicadamente obscena. No. El Club de Lucha es una obra que, guardando algunas cuantas proporciones, está más cerca de un libro de las características del I-ching, el Tao te king o la Biblia y el Corán, para nombrar algunos pocos. Quizás: Ulises, de Joyce; Don Quijote, de Cervantes; algo de Borges; y en mi caso personal: Un Beso De Dick, de Molano Vargas y Opio En Las Nubes, de Chaparro Madiedo. Una de esas raras especies de libros que dejan muy atrás, a años luz de distancia, el simple concepto de literatura, el abstracto conector para la cultura, porque todo empieza a derrumbarse de un momento a otro, como si una carga explosiva de pequeño tamaño, hiciera explotar una carga mayúscula ubicada justo en la entrezona de corazón, espíritu y personalidad; y tras la polvareda, sólo quedará la posibilidad de afrontar una nueva vida.

Una vez se ha entrado a El Club de Lucha, se debe librar un combate, obligatoriamente, y el contrincante es el más difícil, extraño y curioso de todos cuanto se pueda imaginar: uno mismo.

La novela empieza con Tyler metiéndole una pistola en la boca a…Sí. Él. Una persona sin nombre. Que piensa en que no va a salir del edificio donde está, último piso, y en los últimos dos minutos que hacen falta para que una carga explosiva envíe hacia el fondo a dicha edificación.

Primer capítulo, y ya se puede fabricar dinamita casera y Napalm. Y no es un chiste. Es una leve introducción a una realidad vertiginosa. Y no hay vuelta atrás. No es posible. Ni factible. Ni entendible.

La prosa de Palahniuk, por estancias breves, fugaces, como sueños y risotadas gordas de otros tiempos que aparecen en pocas décimas de segundo, recuerdan al Bukowski que lame su realidad sórdida, calurosa y solitaria de bungalows en las afueras de Los Ángeles.

Aquí la prosa es seca. Cubierta de una madera que no es de adorno, sino para usar. Aderezada con una capa de pintura y aprovechando el olor de otro color sobre la pared, para no gastar en ambientadores. Aquí la prosa es actual. Ni un año atrás. Ni un año adelante. Y sin embargo, se lee con placer. Aunque sea una traducción, buena sin lugar a dudas. Deliciosa como comerse una autopista sin infartos vehiculares con un automóvil de última generación y oyendo el soundtrack de Ghost Dog-the way of the samurai.

Entonces el anónimo protagonista le cuenta al lector, muy amablemente, cómo fue que conoció a Tyler Durden y cómo fue que subió hasta un ciento noventa y un piso y su supuesto mejor amigo de siempre le apunta con una pistola que tiene agujeros hechizos para que el sonido logre salir por cuotas al mismo tiempo que el fuego es expulsado con esa demencial fuerza.

Y así es como nos enteramos de lo que puede llegar a causar un insomnio prolongado. Y más allá, la aparición de una persona lo suficientemente fuerte como para que al primer impacto, no sólo se acerque peligrosamente al punto medio del disco duro de la personalidad, sino que traspase, físicamente, la piel y hurgue con instrumentos tan primitivos que aún no los podemos comprender a cabalidad, hasta el corazón, y empiece a arar el campo desnudo y tibio para en un futuro cercano, echar las primeras raíces. Y esa persona se llama Marla Singer.

Y así es que se empiezan a erigir caminos en el interior del lector. Porque todos hemos sido alguna vez tocados por una Marla Singer, y todos hemos tenido a una persona como Tyler Durden, capaz de hacer cualquier cosa, tanto de cambiarnos para siempre la vida, como de asesinarnos, si ese es el caso.

Uno de esos casos en los que de la nada, una puerta se abre y entramos en ella hacia un cuarto oscuro de nuestro subconsciente. Un punto al que puede ser tan fácil como imposible llegar. Pero ahí esta. O mejor, estamos buscando el interruptor para encender la luz, porque ya que aterrizamos aquí, porque no quedarnos durante un tiempo. Algo que si se tratara de un acto físico, no dejaría de estar rompiendo tendones, tejidos y demás, mientras atraviesa, a la velocidad de un disparo o un suspiro, una vía que suele llamarse como nosotros nos llamamos.

Tyler busca que las personas tengan la firmeza de un budista en medio de su meditación zen en el camino hacia el fondo, como si esa vía fuera la única posible, o mejor aún, la única viable para llevar una vida digna. De tal forma que para concretar su propósito no tan del todo deschavetado, da creación al magnífico Club de la lucha, que posteriormente daría paso al Proyecto Estragos, un indispensable mecanismo guerrillero organizado desde una cabeza completamente majara, para dar al traste con el mundo tal como lo conocemos, incluyendo, como no, a la cultura. Todo, naciendo desde esa aseveración tan real como dolorosa: “las mentes más ágiles y listas están en una gasolinera o trabajando de camareros”.

Se necesita tener temple para tocar el fondo. Una vez se hace eso, ya no se tiene nada para perder y es cuando surge una persona tremendamente peligrosa. Capaz de realizar cualquier tipo de acto, sin importar que salgan lastimadas otras personas.

Pero El Club de Lucha es mucho más que arriesgados y factibles experimentos caseros para crear explosivos. Es mucho más que una visión destructora de la sociedad. El Club de Lucha es una forma de despertar el espíritu, de fortalecerlo. Como si las 200 abdominales que se hacen diariamente se volcaran y se reflejaran en el interior. “Sufrimos una crisis espiritual” se le oye decir al héroe en algún momento. “Somos una generación de hombres criados por mujeres”, “y el televisor sólo nos enseñó que seríamos grandes estrellas de rock”.

Es difícil hallarse tan identificado con una época. Con una verdad que se puede terminar doliendo y a la que se le debe agregar un dolor más real y más físico, para que las cicatrices que deje sean las verdaderas o reales huellas para afrontar lo que será la vida.

No hay mayor sustancia adictiva que la verdad dentro de sí mismo, y al mismo tiempo, no hay un momento más difícil como es el de enfrentarse a sí mismo: “véncete a ti mismo y serás invencible” dice un viejo y conocido refrán zen.

El fondo no es más que la salvación. El fondo donde no existe nada más que el sí mismo, sin siquiera un nombre o una historia, una familia, mucho menos un trabajo o unos deseos. Porque allá se llega con lo necesario. Con la maleta tan grande que bien puede caber debajo del colchón.

El camino más válido es el de la autodestrucción. Una conciencia sabia que sólo puede entender el lenguaje críptico de la muerte como punto de partida, como principio de evolución. “Sólo mediante la autodestrucción llegaré a descubrir el poder superior del espíritu.”

Y lo que no sabe Tyler Durden, ni el sujeto anónimo que lo alberga, y que Marla Singer sólo puede llegar a intuir, es que entre ellos, en medio de ese triángulo de seres reales y ficticios, se acumulan gotas de amor, sustancia mucho más explosiva que el napalm, sustancia de un valor tan incomprensible e inalcanzable para el ser humano, que por ello es tan inutilizado.

Porque a lo largo de las 234 páginas de la primera novela del norteamericano, se muestra, muy por debajo de las capas de revolución vertical (porque sólo apunta hacia arriba o abajo, nunca a derecha o izquierda), sólo contadas gotas de esa indómita sustancia en la que el anónimo asesino del guerrillero Durden trata de confiar, desfigurando su rostro, al oír la voz de Marla en el fatídico piso 191: el amor; mientras la combinación de sustancias destructivas no funciona tan del todo bien, y no provoca el colapso mayúsculo de una de las misiones del Proyecto Estragos. Y confundido, sin hallarse del todo vivo o muerto, conciente de que todo no es más que “un trastorno disociativo de la personalidad, un estado de fuga psicogénica”, tumbado en una cama de hospital, los enfermeros y conserjes no le hacen más que avisar que el momento en que Durden regrese, dejará de ser un héroe para convertirse en un Dios, porque los proyectos, quizás infinitos, que se plantearon y que buscan convertir las ciudades en ruinas dentro de una naturaleza que tratará con todo el peso de una venganza a esa humanidad que tanto hizo durante tantos años para molestarla, incomodarla, dañarla y asfixiarla en cuotas cada vez más letales, altas y continuas. “Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo un mejor lugar”. Un sitio en el cual las jerarquías se formarán a partir del instinto de supervivencia que cada uno de los sobrevivientes deje salir a flote.

Se escucha un crack y no es ningún hueso. Pero algo se ha roto y ha sido para siempre.

Escucho un mensaje que acoge mi cuerpo al completo, que asimila mi espíritu.

La vida sigue. La vida en medio de este planeta de arena y dolor; pero cuando se tiene la conciencia clara y dispuesta para asumir la muerte, algo se rompe y algo ya no puede ser igual que antes. Porque la revolución empieza a rodar como un carrete de película análoga, y es imposible de detener, de romper.

Las ganas y los deseos de llegar hasta un empate, un equilibrio perfecto –que duraría centésimas de segundo- , que iluminarían el espíritu con tal intensidad, que cualquier mancha futura que intente cobijarse sobre la propia vida, ya no entregará ningún dardo maligno o venenoso, porque ya todo estará visto, sentido. Como si un escalón más dentro de la evolución nuestra de cada día, se hubiera recorrido con un paso.



No hay comentarios: