sábado, 8 de septiembre de 2007

INNER CITY LIFE

AQUÍ Y AHORA

Pablo Casacuberta

Ediciones Trilce. Montevideo. Mayo de 2004. 153 pp.

A veces, muy pocas veces en realidad, al abordar un libro y adentrarse en él, y avanzar con él, se siente la necesidad de implantarlo dentro de uno. Las opciones son múltiples: el fuerte oleaje en Shakespeare, la curtida violencia en La Vorágine, o presenciar, con una lejana delicadeza, la primera relación sexual de un chico de 17 años, justo en su primera jornada de trabajo con su, vaya, jefe ebria, mientras la mente del muchacho divaga entre esa nueva eterealidad que va conociendo físicamente –siente que un millón de insectos derraman sus cargas de azúcar dentro de su torrente sanguíneo- y el anuncio de la muerte de su padre, hecho que su madre –acompañada de su cuñado- le han venido ocultando en los últimos años.

Aunque el libro reza en la contraportada: “es un clásico modelo de novela de iniciación sobre el pasaje de la adolescencia a la edad adulta”, a lo mejor puede tomarse como una excusa del autor para entrar a descubrir ese escenario social cada vez más frecuente, cada vez menos imposible de evitar: la desintegración del hogar. Pero también, la de ubicarse en un nuevo ambiente, un cambio radical para aquello que ha venido respirando en su último año de secundaria.

Máximo ha dejado de ser un adolescente, se lo dice con malévola insistencia a sí mismo, y quiere dejar todo lo conocido que lo ha acompañado desde los 13 años, para entregarse a ese nuevo destino ignorado pero con la suficiente atracción ejercida para que el joven, próximo a cumplir los 18 años, le apueste absolutamente todo a ese nuevo paisaje que ha de acompañarlo desde ese preciso instante en adelante.

Su padre, Leopoldo Seigner, le ha preguntado qué quiere en su cumpleaños número 13, y Máximo, adicto a los detalles científicos, culturales y generales que pueblan el universo humano, opta por dos suscripciones estiradas durante 5 años: la colorida “Conocimiento” y la enfatizadora “Aquí y ahora”, lo que, próximo a cumplirse el plazo del pacto con las revistas, toma todo esto como una señal de que su vida debe cambiar. Sin muchas explicaciones profundas, como suelen suceder las grandes decisiones que se van tomando a medida que avanzamos en el paso del tiempo; a no ser que se traten de señales personalísimas, como por ejemplo, que la revista “Aquí y ahora” parezca cada vez más sosa, más plana, menos interesante y sí muy distante con respecto a los primeros números recibidos.

“Alentado por esa idea de inmediatez que siempre había identificado con el mundo adulto, asociaba el título Aquí y ahora con esa prisión, el presente, la circunstancia estricta en la que se vive.”

Y aunque la ausencia de hogar, la búsqueda (infructuosa) de un lugar para posarse y descubrirse como se debe llegar a ser y la dificultad de encontrarse con el otro son algunos de los secos temas que el uruguayo maneja en su obra narrativa, en ésta oportunidad dicha presencia temática asume una condición diferente que si bien no muestra los resultados del cambio argumental, sí modifica la ecuación por el bien de todos los involucrados: autor, lector y –por supuesto- los personajes.

El hogar, en ésta ocasión, existe, aunque una gran mentira se signe sobre él; la búsqueda por un lugar es el centro del deseo de Máximo, que sabe que ha de irse, oyendo esa voz silenciosa e inaudita que le pide, como el salmón, que salga a cambiar de agua para que pueda desarrollarse a cabalidad; y esa común incomunicabilidad que, por variados motivos, no demora en convertirse en odio disparado con quien se tropiece en el camino que más recorre: el hermano menor, Ernesto, o el tío, Miguel, que cada vez se siente con más opción de voto dentro de esa casa regentada, según los chicos, por la figura de un padre bastante ausente.

¿Pero cuál es el encanto de Casacuberta y por qué ésta obra doblega los sentimientos?

Durante muchos ejemplos de literatura contemporánea latinoamericana, pude experimentar la insondabilidad del vacío que campea por las llanuras de los diversos títulos. Algunos resultados eran demoledoramente exasperantes, mientras otros traían consigo un lúgubre fotograma de algo que nos aqueja a todos los simulacros de habitantes que recorremos éste camino.

Con esta obra, sospecho, se abre otro camino.

La vasta llanura se transforma en un caprichoso paisaje que ha de ser construido y entendido con la ayuda del lector.

Y el resultado, entonces, variará con cada una de las visiones que se posen sobre las palabras.

Sin héroes ni ganadores, el resultado inconcluso dejará, sin embargo, una “concentrada delectación” que el lector –o visitante o testigo o voyeaur- deberá administrar a su antojo.

Casacuberta parece no dejar cabos sueltos.

Del albúrico abrazo que Máximo se da con Amelia, esa niña desconocida en medio de un discreto pero evidente desierto emocional, donde sólo se hallan ellos dos, se pasa al abrazo total que Máximo responde a Camila Badembauer cuando, en un amanecer tormentoso, ella se ha pasado a la cama donde duerme el imberbe botones del Hotel Samarcanda.

De la risa desconocida que le descubre a su madre, desde el encierro en su habitación, a la historia que le cuenta, tarde en esa noche, su hermano menor, el peligroso enano, descubriendo los hilos (¿invisibles?) que ataban la relación de su madre –“el argón, un gas raro y por lo tanto, si todo salía bien, incombinable con cualquier elemento”- y el tío Marcos- “mientras lo miraba, vino a mi mente el mendelevio, número atómico 101, y su existencia fugaz e intencional. Sólo podía existir a partir del esfuerzo expreso de algunos laboratoristas y brindar testimonio de su aparición durante apenas una fracción de segundo(..)”-.

Recuerdos o el repaso a la historia de la descomposición afectiva del padre –sufre de “celos crónicos”- al anhelo ferviente de tener abuelos que los defendieran de la mentira, ya que, así lo creen, la figura del anciano ejerce tal cantidad de respeto, que nadie nunca dentro de la historia podrá irrespetarlo.

Y todo durante ese período de dos días, desde que se entera del aviso en el periódico para ir a pedir el trabajo, hasta cuando el viejo librero del 305 le deja ver la tercera edición –en alemán- de Los Sufrimientos Del Joven Werther, y Máximo sabe que lo que le espera, absoluta y naturalmente desconocido, es lo que desea vivir, rompiendo, claro está, ese posible equilibrio presentual que bulle desde el refugio de su casa, pero con un trabajo en las manos, la verdad verdadera en su corazón y esa nueva sensación corporal tras haber sostenido aquel percance con su jefe, lo hacen proclive a su propia libertad.

Máximo, tras despertar del viaje con su amante adulta, le indica que cuando termine su turno, a las 9:30 de la mañana, sabrá si sigue en el Hotel, o no; de todas formas, cualquier camino lo hará de seguir siendo ya un hombre, pero, y es lo mejor de todo, Casacuberta lo deja ahí. Quizás, a unas dos horas de la decisión del protagonista.

Máximo ya posee una calma sabia y esa es la propuesta que rompe, sin problema ni riesgo, aquel paradigma de vacío que tanto ha campeado en ésta época. Es decir, presenta la salida. La nuestra también a ese encierro poco recomendable dentro del túnel sinuoso de esta nueva Lit. Lat. Contmp.

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