sábado, 22 de noviembre de 2008

EL FRENÉTICO TRABAJO DE SOBREVIVIR

RADIO CIUDAD PERDIDA
Daniel Alarcón
Alfaguara. Bogotá. Agosto de 2007. 386 pp.

Era extraño que Perú, en aquella convención de escritores, tuviera a dos representantes que se daban la mano, temáticamente hablando, alrededor de la guerra que Sendero Luminoso llevaba a cabo en su país.
Los representantes colombianos hacian sus cosas a su manera, ninguno interesado o capacitado para abordar algo que de tan cotidiano se convierte en parte real del paisaje que hemos de respirar día tras día.
Y fue uno de ellos, off the festival, que habló de la que podría ser la novela que mereciera el título de verdadera obra en torno a la guerra (colombiana).
Vásquez hablaba de “Los ejércitos”, de Rosero Diago; y no me quedaba más que preguntarme si con una era suficiente.
Ya se sabe lo que sucede aquí, en nuestro país.
Y juro, que no es la moda terrible de los libertos ex secuestrados que ha servido para un mundillo de artículos de opinión y hasta de caricaturas. Habría que devolverse a los finales de los 80 con la amenazante “El hombre que hizo llover coca”, o ese fuego inolvidable titulado “No nacimos pa’ semilla” para darse cuenta de que ese titulaje que llega a nuestras orillas, como si fueran objetos completamente naturales, orgánicos, ya desabastecidos de lo que alguna vez se llamó vida, no es más que la continuación de ese considerable cúmulo de obras en torno a la llamada época de “la violencia” surgida a partir del asesinato de un caudillo en la capital colombiana. Es decir, la leña para la hoguera para la obra que albergará el conflicto. Un conflicto que no se detiene, y que no sé quién pueda entender. Un conflicto, al fin & al cabo, que nos representa, y nos atestigua. Nos forma, y nos calla.

“Ahora el país se hundía en la ilusión de que la guerra no había ocurrido jamás”, dice Alarcón en su novela.
Quizás sea demasiado joven para recordar algunas cosas dictatoriales latinoamericanas, pero doy fe de los conflictos salvadoreños, chilenos, argentinos, bolivianos y peruanos.
Y lo más curioso, frente a una imagen, es lo que puede representar para dos personalidades distantes: Roncagliolo decía que para los europeos “Abril rojo” no dejaba de ser un entramado thriller, mientras que para cada lector de cualquier país independiente de Suramérica era un motivo para tejer una memoria, un recuerdo. Diferente, que es lo más asombroso.
Quizás sea la razón por la que no me sentí tan cómodo leyendo la primera novela de Alarcón.
No porque no sea real –agradece a quienes contaron sus testimonios para la construcción-, no porque mantenga siempre una línea de extraña melancolía patriótica –frente a “Guerra a la luz de las velas” dije que el autor se sentía nostálgicamente culpable por haber crecido lejos de su país en medio de tal conflicto-, y no porque sea como un tronco de madera al cual aferrarse en medio de una tormenta oceánica –no hay motivos de risa, nunca, jamás-.
La construcción de la novela, basada en el factor tiempo, es impecable.
Laberintos por aquí, espacios enredados por allá.
Víctor, el niño que llega a la ciudad es un extremo de la cuerda; Norma, la locutora del programa radial que le da el título a libro es el otro. Nadie trata de halarla. Pero siempre llegan personajes a mirar, a tirar, a curiosear.
Es porque el conflicto les crea esa necesidad: “Aquellas veladas permiten a Víctor darse cuenta de lo peligroso que era recordar”.
Y bien, podría ponerme aquí a citar las crueldades de una guerra, el anonimato en medio del desastre, las posturas gubernamentales para embellecer los estados temporales que se forman o hablar del “enigma de los sentimientos humanos”; pero prefiero destacar el papel de las víctimas, porque en esa novela –y no es muy ajeno a lo que sucede en realidad- todos los personajes son víctimas, aunque sea tan fácil negarlo, aunque políticamente sea tan necesario ocultarlo.
“Había llegado a la conclusión de que la felicidad era una forma de amnesia”. ¿Pero si no es olvidando, cómo puedo seguir viviendo? Justo cuando la ayuda parece ir sólo a un bando, o a una parte de un bando.
Sí. Sé que me estoy saliendo de la novela para expresar opiniones personales en torno a un conflicto negado que quizás, país de realismo mágico al fin & al cabo, todos al unísono soñamos.

En algún momento, Norma le dice a Víctor: “No quieres hablar, ¿verdad?”, a lo que Víctor le responde, simplemente, con un “No”, que puede parecer seco o injusto. “Había demasiadas cosas que contar”, continúa el autor diciendo para dejar ahí la escena. En estática permanente. Como si el mundo entero se detuviera. Se cansara. O confesara que esta cansado.
Hace mucho tiempo existió una guerra contra la IL: Insurgencia Legionaria, pero ya hace mucho tiempo, también, esa guerra terminó, y muy a lo “1984”, el pasado empezó a desaparecer para proteger un presente inflable y parcialmente endeble.
A veces, las palabras lo soportan todo, pero cuando se vive bajo un engaño permanente, algo, una parte de ese ser que vivió lo que vivió y que está imposibilitado para recordar, para hablar o para ser escuchado, surge, y así sea desde el silencio, es capaz de romper lo “oficial” para declarar esa otra guerra, la del derecho a ser recordado, a decir que existió algo que ya nadie quiere volver a vivir, pero que es precisamente esa la única forma de permitir que las bases en donde se asientan esa nueva forma de monólogo, sobrevivan a cualquier memoria. “Hablar no ayuda –dijo Trini. Es algo que he aprendido. Por eso nunca hago preguntas(..)” Pero curiosamente, cuando llega ese extraño artista a dibujar a los desaparecidos al pueblo 1797, las voces empiezan a llamear ese oculto cuarto de los recuerdos. ¿Por qué? ¿Por qué no se puede hacer olvidar a las personas del pueblo lo que aparentemente es tan fácil de ordenar?

Hace poco, frente a la muerte de David Foster Wallace, algo extraño ocurrió. Cientos de bloggers alrededor del mundo, autistas casi todos ellos, encendieron una vela en memoria del narrador norteamericano, sin proponer nada, sin convocar nada, excepto por la necesidad ceremoniosa que sintieron en su correcto momento.
La Red sirve para distanciar el contacto físico y todo lo demás, se oye frecuentemente.
A veces es cierto.
A veces se debe buscar, como si de una dosis personal se tratara, un poco de madera para tocar, acariciar, sentir que eso alguna vez tuvo vida, pero que por lo menos no nació muerto como todo lo demás.
Ese abrazo, así sea virtual, une. Y a muchos los unió. Momentáneamente, pero lo hizo.
Quizás, después de o en medio de o detrás de esa guerra negada, esas palabras -la verdadera fuerza-, esas voces de las víctimas, sean las que ejercen el único verdadero derecho a la comunión. Porque negar lo que se niega, es la justa continuación de la lucha por sobrevivir, y quizás sea el motivo por el que continuamos marchando en torno a un conflicto que pretende ser cubierto con palabras, para que sean las otras Palabras las que recuerden que ahí está, latente, a la expectativa, justo esperando el momento para lanzarse al cuello y desgarrarlo, no para que se derrame la sangre, sino para que sean las mismas palabras las que salgan y vuelen y lleguen a su destino. Al punto en el que dos personas totalmente desconocidas se comprenden en medio del dolor. Y ahí, justo ahí, es cuando nace el otro verdadero mundo.

1 comentario:

Horgen M'Intosh dijo...

Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"