sábado, 15 de noviembre de 2008

PENNYROYAL TEA

EL ENFERMO DE ABISINIA
Orlando Mejía Rivera
Bruguera. Barcelona. Noviembre de 2007. 120 pp.

“Las vías hacia Dios son tan
numerosas como las almas de los hombres”

Cuatro puntos de vista sobre los últimos días de Arthur Rimbaud. Cinco, si añadimos ese bonus que regala el mismísimo autor para explicar el motivo fundamental del libro; ¡y no son suficientes!

La obra, tanto ensayística como narrativa, de Mejía Rivera parece no presentar excusas, fisuras, huecos, según dónde se ponga el ojo.
Médico y filósofo, el tanatólogo tiene todo a su favor para llevar al lector de una mano desconocida, sinuosa, perfectamente inexplicable, tan dueña de sí misma que no necesita aparecer para creer en ella.
Pero en algún momento algo tiene que ceder.
Una pared de falso concreto, por ejemplo. Y, ¡plash!, el agua que estaba al otro lado, inunda ahora la sala de la casa. Los pies cubiertos totalmente de la especidad.
Claro, todo tan natural, pero raro.
Sentir esa sensación algo inesperada produce un cambio en alguna parte del espíritu.
Se quiera o no.
Algo así sucede con este libro.
Es tan extraño, tan racional, que parece estar frente al mecanismo de un reloj, por ejemplo.
Quizás, porque la idea que es la base del texto es jodidamente increíble: Rimbaud no murió de sífilis, sino de plumbismo o saturnismo, “que es una intoxicación crónica por el plomo que ingirió durante todos estos años en los alimentos.”
Para desarrollar la idea, Mejía Rivera toma a cuatro personajes, algunos reales, otros ficcionales, y teje la trama:

Lepelletier, el crítico literario que representa la racional incomprensión de alguien que se sentía “un extranjero proveniente de otros mundos”, lo ataca sin contemplaciones, llamándolo sencillamente un “demente sifilítico”.
El mismo Rimbaud, respondiéndole a su amigo Ernest Delahaye, una carta a tres meses de su muerte: “He decidido contestarte. La inmovilidad obligada y el aburrimiento me han hecho abrir mi corazón a los recuerdos de mi miserable existencia.” Posee unos encantadores momentos de atemporalidad, no vamos a decir que es poesía: “los reflejos de lo no existente que es la única revelación posible de lo sagrado”, recorre el camino para dar la posición final: “no habrá vejez”.
El poeta Paul Verlaine, tres meses después de la muerte de Rimbaud, completamente entregado a su enemigo, la melancolía, escribiéndole al médico que trató al fugado de la sociedad francesa.
Y Nikos Sotiro, entregando una incómoda respuesta a un Paul Verlaine que ya había muerto en Broussais, dando cuenta, con rabia, de los últimos días de Abduh Rimbo “Rimbaud, el siervo de Alá”, en Abisinia.
El bonus, la nota del autor, concluye con una recomendación: exhumar el cadáver de Rimbaud para confirmar su muerte por una u otra enfermedad.
¿Hm?

¿No hubiera sido mejor un ensayo?
¿Uno más dentro de la saga del escritor bogotano?
A veces la habilidad del ensayista consiste en fugarse de la verdad para caminar tranquilamente por los recovecos de la mentira, sin que el lector se deba dar por aludido de que eso que lee, sencillamente no existe.
Hoy, sería objeto de demandas, lo éticamente incorrecto. La violación a ciertos principios que, por el momento vamos a ignorar.
Y Mejía Rivera, definitivamente, lo hizo bajo ese ya método saturado de las novelas epistolares.
Quizás, entonces, se deba a la magia que el autor imprime a algunos de los personajes: al lambón del crítico literario, al tragado decadente poeta sobreviviente (?) y al “soy médico, no narrador” rabioso corresponsal africano, que por sus respectivas naturalezas, provocan una reticencia que hacen que leer sea, por momentos, un atosigamiento. Entonces Mejía Rivera cumpliría su objetivo. Cerraríamos el libro, y todos quedaríamos contentos.
Pero algo sigue siendo provocador de (cierta) inconformidad.
Lo que no deja de hacerlo un documento interesante.
Gustos, ideas, diferencias, promesas.
Lo único que objeto, es que una novela tan corta, cuya intensidad –se supone- debe hacer explotar algo –la conciencia, el corazón, la sombra- se diluya en la razón. En aquello que no se encuentra, curiosamente, en los poemas del protagonista de esta obra.
Pero de contradicciones estamos hechos.
Y aquí lo que hay que hacer, es limpiar los daños provocados por el agua sucia que se logró colar hasta el centro de la casa.
La nuestra.
Que no quiere decir, la única.

1 comentario:

Horgen M'Intosh dijo...

Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"