jueves, 25 de enero de 2007

(EL) INSPECTOR SICALÍPTICO

Cuestión de hábitos
R.H. Moreno-Durán

Bogotá, Alfaguara, 2005, (146 pp)


“En la confusión esta el placer”

Mordaz, picante, malicioso, irónico, gracioso, profano, certero, vertiginoso, escatológico…

La primera obra de teatro de Moreno-Durán encaja a la perfección dentro de su rutilante listado de ensayos, cuentos y novelas con un tema que le atraía desde muchos años atrás, cual es el amor que le profesa a sor Juana Inés de la Cruz y a todo ese nebuloso arco iris de satélites temáticos que no llegaron a entender a la monja sino tres siglos después, cuando empieza a ser estudiada, comprendida, respetada y querida.

Sin ser una biografía de sor Juana, la obra se concentra en una tertulia, con aroma a juicio, llevada a cabo en la habitación de la monja, concentrando a los protagonistas de la reunión a lo largo de 5 de los 7 capítulos que conforman “Cuestión de hábitos”.

Es así como aparecen religiosos como fray Octavio, sor Filotea, Consuegra, el Arzobispo, más otras personalidades como el Virrey y la Virreina.

Los religiosos están sorprendidos por la calidad que mantienen los textos de la monja, por lo que más que dispuestos a culpar a la autora por el alto contenido erótico hallado en su obra, dudan de su sexo hasta el punto de querer descubrirla de su hábito. Hecho que logran a medias; después de una extensa y agotadora jornada que repasa los comportamientos (poco) habituales dentro de un convento, que Moreno-Durán desarrolla no sin cierta elucubración y diletante inquietismo.

Y digo que logran a medias, porque a pesar de que la monja confiesa que esta bajo el (in)flujo lunar, los religiosos, mucho más conducidos por el morbo que por aclarar la verdad del asunto, le exigen, al menos, descubrir sus pechos, a lo que ella, después de negarse basándose en el pudor, accede dejándolos no sólo boquiabiertos, sino ansiosos con deseos de palpar y probar. Una vez la duda ha sido aclarada, y aclarado que no se llevará a cabo un juicio en su contra por atentado contra la moral, la sesión se levanta, con unos religiosos consternados y un Virrey más deseoso de ser un pasatiempo de sor Juana que nunca.

Mientras que Octavio Paz sólo se atrevió a esbozar una sospecha sobre las tendencias lésbicas de la monja, Moreno-Durán, sin chistar, inicia su obra con una escena de alcoba entre la monja y la Virreina, ejerciendo el tunjano, de transgresor del mito.

Moreno-Durán, entonces, se encarga de desplazar todo su campo de erudición, no sólo a lo largo de las páginas, sino en la misma construcción de la obra, demostrando mucho más que el conocimiento biobibliográfico de la mexicana, extendiéndose al terreno del tótem, la imaginación y los saltos en el tiempo.

Para R.H., la monja es un fetiche imposible de deshilar en su misterio, convirtiéndose él mismo en un amuleto para sor Juana Inés dentro de la obra, encarnando el papel oculto de amanuense ubicado dentro de la habitación de la mexicana, (d)escribiendo absolutamente todo lo que sucede en aquel vasto interior.

El colombiano, realmente, descresta con ese brillante as que no lo mantiene oculto bajo la manga, sino que lo descubre en la primera línea del relato sin que nadie se de cuenta de que ha ganado la partida hasta el final de la trágica historia, cuyo último capítulo es un sobrado despliegue de imaginación y ardor literario, y quizás, uno de los más puros y bellos momentos que he hallado en la literatura reciente, cuando sor Juana insta al amanuense a que se detenga en su eterno oficio, y él se acerque a ella para sostenerla mientras se va desmayando al recibir una mala noticia, cuando hay un motín desarrollándose en las calles pidiendo la caída del Virrey.

Pero Moreno-Durán no sólo es el amanuense, sino que también se atreve a ser Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, “el enamorado santafereño” de sor Juana, que en la obra causa un serio interrogatorio hacia la monja, debido a la “carta atenagórica” que él le envía desde Colombia, donde no sólo la llama “rítmica, sacra, carnal y laudatoria”, sino que le avisa de una futura visita. El vate santafereño, entonces, no es más que un fantasma tanto en la obra de Moreno-Durán, como en la vida real de sor Juana Inés, cuyo amor diseminado en poemas hacia la monja, estuvieron desfasados en el tiempo, ya que fueron escritos cuando la monja ya había muerto.

Y fetiche también, porque hay unos pocos ítems que merecerían una aproximación más sugestiva, al quedar latiendo en la memoria leída de quien conoce el universo moreno-duraniano: la voz ronca de sor Juana; su ropa interior que es olida con sensual delectación por el virrey; el instante en que la monja descubre su pecho frente a los presentes; pero a la que le haré más ruido será al anuncio de la fase por la que pasa la monja durante la obra, porque en este sentido, Moreno-Durán ya ha hecho un despliegue arduo, detallado y comprometido en su anterior obra: “Mujeres de Babel”, inspirado, como no, en la incombusticable Molly Bloom y en la ultra-enigmática Anna Livia Plurabelle, sumado a que “Cuestión de hábitos” presenta unos pocos pero confiables matices tomados del capítulo 15 de “Ulises”, deja a la orden del lector curioso, un preciso y atinado homenaje a ese escritor irlandés de nombre James “R.H.” Joyce, siendo esa labor del fetiche una marca tan Moreno-Durán, que es lo más descatable de esta lectura apasionada y lujuriosa de la obra en cuestión, lo que rescato, aunque claro, también puede leerse como una excusa política para describir la situación corrupta de México en el siglo XVII.

“Cuestión de hábitos” fue el premio de teatro de la Ciudad de San Sebastián en 2003, y es una obra que sería mejor llevada a un formato en milímetros, como el cine, que a una sala de teatro, quizás por esa genial escena final que llenaría toda la pantalla, y que desde ya, la evoco como uno de los tres mejores finales de obras colombianas (nombro las otras dos: “Un beso de Dick”, de Molano Vargas; “Tergiversaciones”, de de Greiff), pero como esta opinión es tan subjetiva y por lo tanto debatible, paso al último punto de esta reseña:

“Cuestión de hábitos” es una obra de teatro que, como algunos de sus personajes, no puede evitar el sugestivo vicio del travestismo, paseándose impune por las calles de la novela, o bien, deteniéndose impávida en una esquina oscura del cuento, para que sea el lector quien decida, quien (la) escoja.

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