jueves, 25 de enero de 2007

LA PALABRA LÍQUIDA, LA PALABRA FLUJO

Mujeres de Babel-voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce (la experiencia leída)
R.H. Moreno-Durán
Bogotá, Taurus-Universidad Autónoma de México, 2004 (130 pp.)

“Joyce significa alegría”

El, hasta ahora, último volumen de “la experiencia leída” del escritor tunjano Moreno-Durán –iniciado en 1976 con “De la barbarie a la imaginación”-, me cae, como el mejor de todos los tomos por la misma y sencilla razón que provoca en R.H. la construcción de este ensayo: el amor por el irlandés James Joyce; pero yendo más allá, la sensualísima atracción que se puede llegar a sentir por una mujer como Molly Bloom, eje central de este volumen, sin descuidar, como no, a ese enigma de nombre Anna Livia Plurabelle.

Moreno-Durán empezó a escribir ensayos acerca de Joyce desde el ya lejano año de 1972, siendo hoy en día uno de los pocos autores, creadores, intelectuales y académicos colombianos que se atreven a afrontar a ese épico, moderno, impúdico y deslenguado escritor; de ahí la importancia de “Mujeres de Babel”, cuyo subtítulo puede hacer sonrojar a más de una persona, incluso hoy en día: “voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce”.

El epígrafe que acompaña esta reseña, es la primera frase del liminar de esa corta muestra del rigor curioso y lujurioso (¿lucurioso?) con que se toma la mujer en un escritor que en algún aparte de su obra se refirió a ella de una forma poco ética: “todas las mujeres tienen clase, hasta que se les toca el punto”, interesante además, cuando James Joyce es una persona que “feminiza su entorno: un rey Midas que convierte en mujer todo lo que ve”. Nada más propicio para un escritor del talante de Moreno-Durán, que detalla esta característica en los dos puntos culminantes de las dos más emblemáticas obras del señor Joyce: el capítulo 18 de “Ulises” o el monólogo de Molly Bloom, y la octava sesión de la primera parte de “Finnegans Wake” o el monólogo soñado de Anna Livia Plurabelle, a quienes el colombiano no duda en describir como “hermanas (..) transformadas en hermosas y apasionadas corrientes de lenguaje, (..) convertidas en flujo de conciencia (..) líquida, diluvial”; momento propicio para recordar un par de datos: Mientras Molly monologa, siente venir su menstruación justo en luna llena, (Leopold Bloom, el esposo de Molly, en algún apartado de la obra se pregunta ¿cuántas mujeres tendrán el período, justo ese día, en Dublín?), entregándonos un doble flujo: el verbo y la sangre; siendo el caso de Anna Livia, cuyo cabello se transforma en río en el sueño, un flujo no doble, sino triple: el verbo, el agua y las viscosidades fisiológicas cerebrales que permiten la realización de ese sueño.

De Joyce, siempre se ha dicho y se dirá, que produce temor. Así que no es extraño encontrar frases del tipo “osado lector”, “actitud suicida”, “implicación de riesgos” o “¿hasta que punto es conveniente aventurarse en…?”, para referirse a aquellas personas que se acercan a la obra del irlandés. Y es muy curioso, porque para muchos de sus lectores y tal como lo dice su apellido, “Joyce es alegría”.

Creo que el mito que se forma en torno a este autor, es edificante y divertido, porque son muchos más los que se lo creen, los que al estar frente al libro se arrepienten y se devuelven, o los que entran y no tienen las capacidades suficientes para entender los caminos que se proponen entre líneas.

Moreno-Durán, explicando brevemente algunas de las miles de vertientes que escogen los estudiosos de la obra de Joyce, en particular “Ulises”, decide irse por una bastante particular: la cotidianidad; porque qué es si no un día normal en la vida de tres personajes: Stephen, Leopold y Molly, ese 16 de junio de 1904.

R.H., a partir de lo rutinario, provoca la construcción de la torre en la que se aventura a capturar lo femenino en Joyce, pero desde una posición ventajosa, al ser una torre inclinada y así poder ver lo que desde una firmeza vertical no se podría vislumbrar, escasamente imaginar.

Lo primero que se convoca, es la luna llena y el efecto que produce no solo sobre la marea, sino sobre el flujo mensual de la mujer. Moreno-Durán, sospecho no sin ansiedad, se embadurna de ello para comenzar el acercamiento a quien describió, en alguna entrevista, como la amante que le gustaría tener. Es así como comienza una agradable selección de las incontables muestras escatológicas y coprofílicas en un autor que “se excitaba al grado sumo” cuando oía a una mujer orinar, por tal razón no es extraño que Leopold sea un experto en detectar a las mujeres que tengan la regla, o que se excite frente a las damas atractivas con que se tropieza en la calle.

Por tal razón, Joyce no sólo cree que “el sexo es complementado con la escritura”, sino que “la sangre se convierte en objeto del deseo”, algo que puede resultar de mal gusto para muchos, pero que para los parafílicos se convierte en una alta cumbre del erotismo, al ser utilizado como un método sensual de comunicación.

El caso de Anna Livia Plurabelle merece un poco más de atención, porque está inmiscuida dentro de la llamada “más extraña e inabarcable obra escrita por ser humano alguno”, pero no por ello deja de ser un ejemplo de (ab)usos eróticos sumergidos en una palabra húmeda, corrediza, liviana e intrincada, a la manera de un laberinto intelectual que contiene algunos pasadizos secretos que permiten la filtración para con el alma.

Joyce, lo repito, es alegría, y este tomo es una constancia de ello, tanto para las personas expertas en la obra del europeo, como para aquellas que están acercándose a él y necesitan, urgentemente, una guía clara y exacta para entender la propuesta de sus novelas.

Pero me parece que puede ser una obra dedicada a aquellos lectores que aún dudan de entrar al tan temido Joyceworld, cuya mala fama ha sido creada y difundida en gran medida por quienes no han leído la obra del irlandés.

Moreno-Durán realiza una guía de viaje con paciencia para acercarse a esas enigmáticas tierras, empezando con una biografía del autor dublinés, para después pasar a describir –detalladamente- a las mujeres principales de Joyce, filtradas por un trío de sus rarezas escritas: las cartas escritas a su amada Nora Barnacle, las epifanías escritas en su juventud parisina, y ese texto mordaz y sicalíptico llamado “Giacomo Joyce”, quedando lista una aproximación valiosa a un mundo tan personal, cotiidano e íntimo, que tiene su propio lenguaje, el Joycenglish, pero que R.H., cuidadoso como (casi) siempre, no duda en incluir en su ensayo, para mediar de traductor a la obra oficial del inmortal todo-terreno, literariamente hablando, irlandés.

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