jueves, 25 de enero de 2007

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Trabajos manuales
Rodrigo Fresán
Editorial Planeta Argentina. Buenos Aires. 1994. 286pp

“Me gusta pensar en Trabajos Manuales como
una suerte de test psicológico casi infalible; como
una delatora visita a la trastienda del asunto…”

Fresán desnudándose sin darse cuenta. Fresán sentando las bases de su futuro, de su absoluto, cuando ya tenía publicados dos libros de relatos. Fresán como Fresán, como nadie más lo pudo ser. Una guía, quizá, para entender el intrincado Fresanworld que más tarde se mostraría en sus novelas, en sus siguientes libros de relatos. Los datos aquí expresados son infinitos y pululan casi en cada página. Lo repito: si se quiere armar un mapa mental del mundo Fresánico. ¿La Velocidad de las Cosas? aquí ya esta anunciada: el lector, el escritor, el extraterrestre. ¿Mantra? ya un avión cae, ya un final insospechado y demencialmente absurdo se bosqueja: David Koresh resucita al tercer día y multiplica, cerca de Waco, coca-colas y big macs. ¿Jardines de Kensington? la infancia, los recuerdos, la memoria. ¿Esperanto? da la impresión de que Trabajos Manuales es también un producto circular, aunque no lo es, porque es solo una impresión, nada más, nada nada más. Porque si bien el mismo escritor confiesa que se trata de una obra inspirada en artículos que escribía para diarios argentinos y que, cosa curiosa, se le salían de las manos, tocando los cándidos terrenos del ensayo, los siniestros terrenos de la narración. Y que tratando de darle un orden más lógico del que Fresán le encontró a lo lejos, crea a Forma, un personaje amorfo capaz de protagonizar las reales y vertiginosas oleadas de ideas (casi) perfectas que pueblan este libro escrito con la mano.

Dividido en seis capítulos grandes: Lo abstracto, las estaciones, el medio, el paisaje, los elementos y el final, Fresán nos introduce en una aproximación a lo que es, fue y será su mundo personal: La Gran Bestia Del Lenguaje o un ser cuasimitológico al que no se le pueden dejar de contar historias; el mundo siniestro de los zurdos; lo incomprensible –forever- del amor; lo dudoso, doloroso o delicioso de la infancia; lo irreal de la familia; el papel del secreto dentro de la historia del ser humano; o el papel del milagro al que siempre se le trata de hallar su papel racional; la locura; la cultura vía televisión; el inmejorable lector; la inmortalidad de la literatura; la confusión de la muerte; su acérrimo antitecnologismo frente a las fotografías (roban el alma), la televisión (no merece la pena relatar el tiempo que se pasa frente a la pantalla), el teléfono; y las descripciones tan exactas contemporáneamente hablando en torno a los shopping centres, los hospitales, los aeropuertos, el festival de Woodstock o la película Casablanca.

Mientras que en el apartado de Estaciones, despliega una pureza tan poética y demencial, que como un pequeño relato de cuatro capítulos sin que estén necesariamente conectados, se lee para adivinar cuál es la estación favorita. Y en Elementos, envía a cada uno de ellos a un lugar siniestramente insospechado: el aire de los aviadores nazis, el fuego abrazando a los libros de turno, el agua y la memoria, la tierra y los pasos de astronauta sobre este planeta. Pero es en La Forma De La Religión donde va más allá que cualquier episodio precedente, narrando un hilarante cuento en torno al incidente del demente Koresh en Waco, Texas, y que Fresán aprovecha para ir cerrando todas las puertas de este desafiante laberinto vivo que ha ido creando a partir de noticias, lecturas, hechos anecdóticos, estadísticas, frases célebres y su propio conocimiento de un mundo ahogado en el Caos, del que es imposible desligar a la música y dentro de ella, a su adorado y frecuentemente nombrado Bob Dylan.

De tal forma que no es imposible hallar las conexiones perdidas entre un Fresán que empieza a dejar la cotidianidad argentina adolescente, para afrontar lo que será su adultez joven en Barcelona: Los Irrealistas Lógicos apenas van esbozados en Irrealistas Virtuales; la NTV esta siendo proyectada a través de programas basados en obras de Kafka y Cortázar, por ejemplo; la literatura infantil y las posibles seriales consecuencias que dejan su lectura por parte de padres insolentes; Rod Serling y su Dimensión Desconocida que ya es la verdadera imagen de Dios en la Tierra; y Canciones Tristes, “un lugar donde todas las direcciones son posibles…” y que a veces, de acuerdo a la ubicación geográfica, muta su nombre a Sad Songs o Carmina Tristia, y a la que se refiere, en un momento, de la siguiente manera: “Recordaba ese lugar como si fuera una habitación clausurada de su memoria, a la que sólo volvía por las noches, con los ojos cerrados y una voz grave y profunda como las voces que se descuelgan de los minaretes y las catedrales”. Muestra, además, del Fresán más cercano al auténtico Fresán. Un gozón incondicional de la escritura en sí.

Pero también acerca a una de sus dos obsesiones recurrentes: la caída. “La cuarta foto mostraba el cuerpo inerte de un hombre que se había precipitado desde las cimas de una catedral, desde la cúpula acrílica del más grande de los templos. Ese hombre no podía haber temido jamás a las alturas; ese hombre, pensó ella, siempre supo que caería desde las alturas por el obvio pecado de haber llegado tan alto”. Una confesión premeditada con sangre reptil, como señal para lo que ha sido, es y será la obra del argentino. Cuya otra obsesión es la muerte.

“Trabajos Manuales”, por tal razón, es un anticipo al “Durante” de “Mantra”, en el sentido de ir abriendo puertas a diestra y siniestra, para que sea el mismo lector, ayudado al final por el autor, quien vaya cerrando en un orden específico cada una de las fugaces puertas abiertas. Es así como Forma termina junto a su hermano mayor Aleja, sentado en el Sagrado Hotel de Todos los Santos en la Tierra, tratando de “precisar cómo había empezado todo”, vale la pena aclarar que están en pleno postapocalipsis, es decir, ¿todos estarán muertos? (como sucedería en La Velocidad de las Cosas) O cuando Forma se da cuenta de que se ha convertido en La Gran Bestia Del Lenguaje, al confesarse escritor: “un loco de estos tiempos”, un ser tratado con el mismo miedo, burla, respeto, distancia y admiración con que en la “Europa baja trataban a Nosferatu”. “La literatura como deporte peligroso”. Es esa la condición a la que la lleva Fresán, para quien cada una de sus obras es una natural oportunidad de enfundar sus armas mentales hacia un inconsciente colectivo que adolece de riesgos, irreverencias y transgresiones, y cuyas formas desaforadas, diferentes y novedosas, no hacen sino ser vistas como si de la sospecha de un virus letal literario se tratara.

Fresán se despide de los lectores, agradece a quienes estuvieron, de una u otra forma, involucrados en el proyecto, y ya prepara, al instante, el terreno para su siguiente hechizo, que sería su primera novela “Esperanto”, que tiene ya su aviso cuando Ella rompe las fotografías tomadas a los sueños de Forma.

Fresán, en ese sentido, es un escritor absoluto. Un escritor que, como Luis Caballero, se propone crear un mundo dentro de su mundo, traducido al mundo real bajo la estructura de novelas, relatos o alocados ensayos, un mundo que es solamente un mundo, es decir, su propio mundo, y al que nosotros, como lectores verdaderamente activos, no podemos menos que acceder a él a través de ese maravilloso y no siempre bien reconocido trabajo cual es el de leer ese mundo; lectura como único camino que existe para llegar a un planeta poblado de océanos, playas subterráneas y habitado de muertos que bien vale la pena visitar, revisitar y re-revisitar una y otra vez, quizás, para tener la suerte de pertenecer, poco a poco, a él.

P.D. “El color del fin del mundo(..), es el color de un televisor encendido que ya no tiene nada para ofrecer.”


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