jueves, 25 de enero de 2007

“¡MORIR HA DE SER UNA AVENTURA TREMENDAMENTE FORMIDABLE!”

Jardines de Kensington
Rodrigo Fresán
Barcelona. Random House Mondadori. 2003. 398pp

“Siempre hay un instante de encandilante omnisciencia en la caída”

Aunque la tercera novela de Fresán comienza con un grito anónimo por la caída que Peter Llewelyn Davies hace, en una de las estaciones del metro londinense, para dejarse estrellar por uno de los veloces vagones, es sin lugar a dudas la novela más sosegada, más calmada y me atrevería a agregar la más lenta de cuantas haya escrito este gran escritor argentino, y sin embargo, contiene una encandilante y magnífica sustancia adictiva, de la que el lector no se puede desprender, y de la que pide más palabra a palabra, capítulo a capítulo.

“Jardines De Kensington” (no) pretende ser una biografía de James Matthew Barrie, el célebre e inmortal escocés creador de ese personaje que parece haber estado viviendo desde siempre entre los seres humanos, llamado Peter Pan. Al mismo tiempo que es una noche contada por Peter Hook (un archifamoso escritor de literatura infantil creador del increíble personaje Jim Yang, un chico que descubre una bicicleta inventada por su tío, capaz de viajar en el tiempo: la cronocicleta.) a Keiko Kai, un niño actor que, precisamente, será el encargado de representar a Jim Yang en su primera saga cinematográfica.

Pero es demasiado fácil, y muy posiblemente obligatorio caer en la trampa de la reseña, de guardar dentro de sí la versión resumida de esta obra, y no voy a caer en esa ruinosa señal indeleble. No lo voy a hacer, porque me prometí a mí mismo no revelar ningún secreto de esta, eso sí, obligatoria novela cuyos resultados dejarán secuelas que muy posiblemente se notarán aún en la tercera generación de descendientes del lector.

Así que si no voy a hablar de la trama de la novela, me dedicaré a recorrer las gráciles estepas narrativas que Fresán ha creado y que han dejado huellas imborrables o definitivas en mi frágil y curioso espíritu.

Fresán es un adicto a las caídas.

Fresán es capaz de tirar a alguien a una fuente ornamental en medio de un curioso ejercicio con visos místicos en una clase de religión. O de volver adicta a una chica a las piscinas, a las cuales debe entrar saltando desde alturas considerables. O de crear un familiar lejano de algún protagonista de una de sus novelas, profesional en tirarse desde segundos o terceros pisos en obras de teatro regionales que sólo contienen esa caída. O el caso del anciano que se suicida saltando a las líneas del metro, un poco cansado, nostálgico, melancólico, pero decididamente diáfano, así sea dentro de su locura momentánea, tal como dictaminó el doctor encargado de la necropsia.

¿Pero caída por qué, a qué?

Caída porque, tal como el escritor colombiano Mario Mendoza lo dicta en su obra seriada, cielo e infierno han invertido sus lugares en sus propias realidades paralelas a las nuestras, siendo pocas las personas que se han dado cuenta de ello. Por lo que los personajes de Fresán, y contrariando los preceptos aparentemente inmortales del realismo mágico, no vuelan ni ascienden físicamente a los cielos amarillos, sino que buscan el descenso para hallar, también, un cielo de un color extraño, dispar, más bien disidente y muy contemporáneo con la bestial contaminación de los, entonces, infiernos.

Pero la caída, dentro de la narración, es simplemente una caída y algo más. Y en ese algo más, es donde reside el truco, el alimento, el soma, el tesoro perfectamente espiritual del que se desprende una enseñanza mágica y completa. Un algo más que bien puede ser llamado La Grieta, del cual Fresán, cual espeleólogo, es un consumado y disciplinado guía.

La Grieta, entonces, es todas y cada una de las magníficas enseñanzas y atrevidos apuntes que el autor como él mismo, introduce en severos resquicios dentro de sus novelas, como por ejemplo, cuando no puede sostener el impulso de convertirse en uno más de los participantes de su obra, entrando desde un televisor, a la vida de “Esperanto” (Tusquets, 1997).

Y aunque Peter Hook puede, como se halla escrito en otras reseñas que sí cuentan esta novela, parecer un alter ego de Fresán, es muy cierto que tras “Mantra” (Mondadori, 2001), ese impulso bastante atrevido y muy divertido, ha sido superado lentamente, y aquí, en Kensington, tal como lo dijimos hará un párrafo, Fresán no necesita ser más que Fresán para dictarnos las verdades más ciertas, reales, poderosas y funcionales para que, como carreras de largo aliento, tengamos las suficientes calorías en nuestros organismos para conservar nuestra ya incierta cordura hasta el final de la historia. Si es que no abandonamos el barco en medio de los puertos que como lectores, inventamos bajo el siniestro parámetro del libre albedrío.

Es así como Fresán da unas muy avanzadas, por no decir virtuosas, clases de temas que son comunes a todos y cada uno de los lectores: la infancia, el tiempo, la edad, la literatura infantil, logrando acceder a un par de seminarios impecables, dictados por un PhD en la materia: la memoria (featuring: el pasado), y la muerte, tema que necesitaría de un artículo aparte para ser explicado con un poco más de detalle, ya que no es algo exclusivo de “Kensington”, sino que recorre de arriba abajo y de atrás para adelante la obra de este muchacho del sur del continente.

Algo curioso, por ejemplo, es la manera en que Fresán llegó al tema de Barrie y Peter Pan, al tratarse de un suceso fortuito en una noche de insomnio frente al t.v., porque la perfección que demuestra sobre el conocimiento del tema, sólo lo podría mostrar como un obsesivo, maníaco o descarado freak enfermo por mostrar y compartir su corazón.

Es así como el argentino se inventa a un escritor exitoso de una saga aparentemente inmortal de un niño que viaja por el tiempo, para disfrazar a un asesino serial, cuyos traumas infantiles dan pie para:

uno) retozar sobre la década del sesenta, año en que nace el escritor.

dos) dictar mandatos en torno a la infancia, como si desde la biblia se tratara. (Recomendado el capítulo en torno al favoritismo de uno de los hijos por parte de la madre, o el de la muerte del hijo favorito de la madre y su posterior reacción).

tres) teorizar acerca de la aparente literatura infantil, y cómo es que existen demasiadas trampas detrás de las obras inocentes destinadas a personas que lo que menos quieren es inocencia.

“Jardines De Kensington” es un campo bastante extenso y muy muy muy entretenido, en la que se combinan, simbióticamente, locura y verdor, inocencia y dolor, vida muerte y el más allá, porque el listado casi impresionante de muertos que habitan las hojas de esta novela, se convierten en fantasmas que, sin voz ni voto, son capaces de ejercer el poder suficiente, desde sus sombras, para modificar comportamientos de los que aún viven.

“Jardines De Kensington” es, también, una novela que merece ser leída con profunda devoción e inviolable tranquilidad.

La novela tiene un ambiente, lo repito, mentirosamente calmo, pero no controla la velocidad de movimientos, apariciones, decisiones o prisas de sus personajes.

“Jardines De Kensington” es, también, una de las mejores novelas que se han escrito últimamente, y que demuestra como la transgresión también madura sin dejar de ser transgresora su propia naturaleza, irreverente o atrevida. Características éstas últimas, que no implican necesariamente un atentado contra el padre, el pasado canónico o las reglas académicas, puesto que eso ya fue superado, sino que van al centro de la época, haciendo estallar cualquier empeño de continuar con una tradición vacua, cuando se puede construir algo, no sólo nuevo y diferente, sino resistente y conciente con el espíritu de estos tiempos, y crecer a partir de ello. Crecer y madurar dentro de ello, porque el peligro de esta tercera novela de este escritor argentino, es que es una columna. Una columna que bien puede ser un (nuevo) Capítulo dentro de la ya extensa aventura sudamericana post-boom (¿post-hecatombe?), alejándose para siempre de cualquier atisbo de vieja influencia caduca que sigue haciendo de las suyas por ahí.

Poco a poco, los una vez chicos, hoy ya calvos y con una delicada panza cultivada, van accediendo a ese único escalón que les representa la madurez estable, y que los separa, riesgosamente, de los primeros y no siempre preciados pasos, de lo que puede ser la consagración absoluta de su trabajo. Algo a lo que, creo, debe contribuir comedidamente el lector de las masas, a veces alejado o distraído por efectos especiales que en realidad, no son más que eso, un color esporádico y fácilmente olvidable, incluso, cuando aún lucha por aprender a agitar sus alas en el cielo (a.k.a. nuevo infierno).


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