sábado, 14 de abril de 2007

MORIR COMO UN LUCHADOR, SER HONRADO EN EL INFIERNO

EL CAPITÁN SALIÓ A COMER Y LOS MARINEROS TOMARON EL BARCO

Charles Bukowski

Quinteto. Barcelona. Abril de 2003. 171 pp.

“No sé lo que le pasará a otra gente, pero yo, cuando me

agacho para ponerme los zapatos por la mañana,

pienso: “Ah, Dios mío, ¿y ahora qué?””

En algún punto de su vasta escritura, Charles Bukowski, confesional total, declaraba: “Hospitales, cárceles y putas: éstas son las universidades de la vida. Yo he alcanzado numerosos títulos. Llámenme Señor.”

Después de haber sobrevivido a todo, de haber triunfado por sobre cada una de las batallas que la ancha vida le había planteado, el escritor, resistiéndose a abandonar la vista al abismo, entre una humilde comodidad, rodeado de gatos y frente a su ordenador, empieza a trazar un lineamiento que llamaría “Diario”.

Agosto de 1991-Febrero de 1993, parecen ser los límites reales de un ejercicio que bien puede ser parte de una terapia, una muestra de su potencial como escritor o un trato de bajo perfil que efectuó con su editor mientras pavimentaba el camino que lo llevaría de regreso a casa.

Desestimando la causa real e inicial de dicha labor, la verdadera importancia reside en su contenido, y aunque ya habíamos esbozado la idea en un escrito anterior relacionado con este mismo autor, de quien nos consideramos sus fanáticos, no nos queda más remedio que remitirnos a la reiteración.

¿Cómo es que ni él mismo entiende por qué sigue vivo después de 35 años de tener que estar muerto?

Una pregunta que se había hecho mientras filmaban “Barfly” en el mismo edificio en el que había transcurrido una pequeña parte de su juventud; mientras pensaba en los espíritus que lo habían acompañado en aquellos días, ya idos, ya fallecidos.

“Estar cerca de la muerte te da energías. Tengo todas las ventajas. Puedo ver y sentir cosas que a los jóvenes se les ocultan. He pasado del poder de la juventud al poder de la edad. No habrá declive”, dice. Sospecho que es uno de esos apartados inconscientes a los cuales se refiere cuando se le pregunta por las fuentes de las cuales bebe para desparramarse escribiendo luego.

Son, todo apunta a que es de esa forma, los dictados que le hacen al oído de alguien que ya no cree en la era que atraviesa. Esa, indudablemente, es una clase diferente de verdad que sobrepasa cualquier entendimiento racional, positivista, humano.

Bukowski, pues, está más allá del bien y del mal.

Pero aparte de hablar sobre los años extras que esta viviendo, de visitar diariamente el hipódromo, de dedicar renglones a las minucias que lo secundan en su mundo personal, Bukowski se dedica a exponer las razones básicas del significado de ser escritor. Y cualquiera que, medianamente, atiende ese llamado desde ese más allá misterioso y cubierto de lianas de bruma, sabe a que se refiere el viejo alemán con cada una de las frases, bellas, poderosas, lapidarias y explosivas que anuncia.

“Un escritor no se debe más que a su escritura. No le debe nada al lector excepto la disponibilidad de la página impresa.”

“Sólo existe un juez definitivo de la escritura, y es el escritor.”

Y aunque para el septuagenario el acto no tiene nada de sagrado, sí debo ir en su contra cuando de hablar de lo místico se trata, porque al leer sus palabras sobre el tiempo literario, muy diferente a todo aquel otro que nos han metido en la cabeza, abre un camino, o crea un nicho, inevitable, ajustado, comprometedor.

“Cada nueva línea es un comienzo y no tiene nada que ver con ninguna de las líneas que la han precedido. Todos empezamos desde cero cada día.”

Esas palabras son la apuesta de un guerrero, de una clase de luchador que lo debe ser cada uno de los escritores que se consideran como tales. Sin mirar atrás, a los lados. Sin estar pendientes de las sombras que se mueven junto a la ventana, desde donde se puede, quizás, atisbar gracias a ciertos afortunados rayos solares, el puesto de mando de una nave que muchas veces, va en pos de un destino inidentificable, olvidándose de pedir permiso para aterrizar, puesto que son las palabras, ecos de gotas lluviosas invisibles que deambulan estáticas en el aire, las que indican el buen camino a seguir.

“Hay que sentir más, pensar menos”, parece ser la frase de caza de Bukowski.

Su odio académico lo sitúa en el lado de los buenos. Su malévola indecencia lo ayuda a escalar posiciones dentro de los móviles rangos de favoritismo de sus lectores, de sus “locos lectores”, que comprenden seres humanos diaspóricos, irreverentes, hechizados, quizás rechazados, a lo sumo sumergidos dentro de las sombras adecuadas que perdurarán por encima de sus pieles cuando el sol haya de llegar, si es que llega alguna vez.

Y curiosamente, la escala de valores aplicada a algunos otros ciertos escritores, más canónicos, no funciona con este viejo Buck de eones de antigüedad.

Por más que las herramientas que sirven para la medición se adecuan al contexto de su obra, lo repito, Bukowski está más allá del bien y del mal.

El tercer punto a tratar, obvio, serían los anexos misantrópicos que se hacen a manera de recomendación para quien luzca interesado.

“He tenido el buen sentido de mantenerme aislado.”

Ícono de un culto que se iba expandiendo a medida que su vida llegaba al límite, la segunda lucha de Hank fue por mantener su bien reputada exclusión social a flote.

Focos de luces artificiales, sonrisas lisonjeras, entrevistas para países insospechados, maníacos que timbraban en su casa para beber una copa con él, corazones ahogados en alcohol etílico. Todas ellas, señales de la fuente que lo debilitaría, que le quitaría esa coraza fabricada, naturalmente, a modo de exoesqueleto durante décadas y décadas de equilibrio perverso entre la realidad y la locura periférica.

“La gente me vacía. Tengo que alejarme para volver a llenarme. Lo mejor para mí soy yo mismo.”

Afuera el mundo es otro.

Adentro, lo único necesario es la palabra.

“El mejor lector y el mejor humano son los que me recompensan con su ausencia.”

Tras esa confesión, ¿hay alguna duda del poder revelador de un escritor mágico que fue sostenido por una veintena de dioses menores en este planeta de arena para que su voz fuera diseminada por entre las almas de quienes luchan de verdad?

Bukowski, en realidad, no encendió el fuego. Aunque ni siquiera tenía ideado participar de la hoguera, estaba invitado, y apareció.

Algunas llamas se acercaron a saludarlo, y lo abrazaron.

Lo inmortalizaron.

Después de todo, la obra de un escritor es su pasaporte hacia el misterio que lo rodea tras su muerte.

Con delicada astucia, Bukowski plantó imágenes que sirvieron de compañía a lo largo de su existencia, hasta que la pantalla de ese ordenador, dijo no va más, y lo apagó.

Con esta primera obra póstuma, no quedaba más que agradecerle por el mensaje, y el poder de convocatoria a la lucha infinita que invita a acoger, uno contra uno o uno contra el mundo. No importa contra cuántos son, después de que el arma está en permanente comunión con los dedos de una mano gigantesca.

Los resultados. He ahí la verdad. Las palabras y la obra. El marco conceptual de un creador que habla, diagonalmente, con el universo entero. Sin esperar respuesta. Y sobre todo, sin pretender ser salvado por la bolsa de aire cuando se dirige, a toda velocidad, contra el muro de la creatividad, en los confines de un territorio paralelo, que sólo él ve, que debe, a veces, enseñar a ver a los que quedan del lado de acá, a casi todos nosotros, pobres mortales.


No hay comentarios: