LA VORÁGINE
José Eustasio Rivera
Panamericana Editorial Ltda. Enero de 2000. Bogotá. 323 pp.
Tiene algo sacro la novela de Rivera.
La vida, quizás.
La totalidad, el marco en que se desarrolla toda la historia.
La visión que le presta a la selva para traducirla, para comunicarla.
El respeto.
De tal forma que no voy a hablar desde el punto de vista social, desde el lado canónico o desde la arista de personajes, todos estos sitios comunes cuando de una añagaza académica se trata.
Lo primero que se me viene a la cabeza, frente a esta importante obra, es la emoción que contiene. La sabiduría que se ha sabido transmitir, el primer plano de los colonos, de los caucheros, de los capataces, de los indígenas; pero sobre todo, la forma de vida que media entre los Llanos, primero, y la Selva, después.
Mucho se ha hablado de la forma de esta obra, para algunos, lo más significativo de su existencia.
Arturo Cova escapa de Bogotá con su novia Alicia, evadiendo el rechazo porque ella se encuentra embarazada de él, que no sabe amarla.
La línea difusa, peligrosa, confusa y ciega que siguen, es delirante, rozando lo patético, embocándose a donde el mejor mal de todos los espera, para así crear situaciones que alimenten el desespero, la rabia y la locura.
Pronto, por malentendidos, se separan.
La tragedia clásica, aparece.
Una sombra al final de un túnel es la respuesta ansiada.
La luz ha desaparecido por causas naturales.
Los caminos vectoriales que se trazan exacerban, no sólo a los protagonistas bajo diferentes tiempos, sino que sumergen al lector en un abismo lleno, es decir, en un vacío ocupado por instrumentos orgánicos que están vivos, y cuya naturaleza, no entendemos.
¿De dónde proviene la sabiduría ancestral que liga al ser humano con la botánica?
“..pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo, producen vómito.”
El laberinto es dual: el externo, necesita de una severa intuición para ser dominado.
No creo que la vieja fórmula de girar siempre hacia la derecha, dé resultado.
El interno, en cambio, lo da una clase diferente de intuición, no solemne, sino sabia, atenta y paciente, fuerte, cayada y coyuntural.
El mejor ejemplo de eso, lo da el viejo Clemente Silva, a veces, el verdadero protagonista de la novela. El camino que siguen los demás personajes que arrastran, consigo, un peso de dolor horrible, mullido, germéntico.
A pesar de que todo se debe al costal de huesos de su hijo que aún debe recobrar.
Silva, más que un guía, en un faro de una luz que ya ha sido olvidada por el cuerpo, por la mente, por el espíritu.
No basta con la fortaleza, se necesita un tipo de anclaje que no doblegue una clase endeble de espíritu: humano.
Quizás, vista desde el punto de vista emocional, muchos apartados se verán ocultos y otros, no pocos, denostados.
Pero dentro de todos los múltiples ensayos que leí sobre “La Vorágine”, la necesidad de introducir la biografía del autor era un requisito básico, pero ¿las preguntas importantes dónde quedaban?
¿Alguien habló de las pirañas?
¿Alguien ahondó en las tambochas?
¿Recordaron, acaso, la decapitación que hizo el toro a uno de los peones que intentaba devolverlo al redil?
¿Mencionaron la manera en que las vacas son devoradas durante las inundaciones, desde las ubres, por los caribes?
¿Explicaron el sonido que producen las hormigas desaforadas durante sus cíclicos recorridos?
¿Conocen la palma que salvó la vida de Clemente durante su pérdida de dos meses en un sector de pantanos?
¿Bebieron del café que prepararon en los tempranos Llanos y que no pudieron beber por su fortaleza y oscuridad?
No.
Lo importante es la línea que atraviesa “La Vorágine”, los personajes, las denuncias y las controversias que causó esta obra en vida del autor, muchas de ellas, graciosas acusaciones víctimas de la envidia detentada contra la figura de Rivera.
Así que, ¿en dónde hallar esas respuestas?
Quizás el sueño del autor de ver reflejada su novela en una película, sea atendida por los documentalistas de canales internacionales, y ya existan, gracias al cut and paste, una serie posible de “Vorágines” de acuerdo a las sensibilidades de los caucheros contemporáneos, aquellos seres sumergidos en las capas densas de las imágenes de computador, que, sí, también simulan ser infinitas, alucinantes, peligrosas, malévolas e incomprensibles.
Por lo que no resta más que esperar a presenciar aquel capítulo del diablo.
Mientras tanto, eso sí, la labor investigativa sigue su curso, y aunque la misma novela lo avisa: “El que siga mi ruta, va con la muerte”, la necesidad de aclarar los interrogantes es mucho más fuerte que el razonable acto de ponerle punto final a este artículo y empezar a pensar en el siguiente.
Si la famosa frase: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia” es un signo enteramente colombiano, la dupla que cierra la novela: “¡Nos vamos, pues! ¡En nombre de Dios!” + “(..)Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”, es la respuesta a una serie de incógnitas formuladas a lo largo de un siglo: no hemos de volvernos a ver sino hasta que el infierno se nos presente por delante.
El dolor es la marca.
Pero la desesperanza es causa del miedo y el afán que provee la maledicencia.
Hay un llamado detrás de esta obra, y no es por medio del raciocinio que se traduce.
Hay un grito, un canto, una lejanía, un sabor específico.
¿Pero cuál es?
No tengo, aún, las respuestas.
Intuyo, apenas, que la línea que detenta “La Vorágine”, es una copia de la médula genética del simbolismo colombiano.
Una fiel copia traductora que nos coagula en cada una de las temporadas que se suceden detrás de la primera edición de esta obra.
Espero, desde este comienzo, lograr acercarme a una sola parte de verdadera intención, para luego desplazarme a lo largo de un recorrido maldito y lograr capturar unas pocas revelaciones.
Tal es mi destino.
Así que adiós.
La siguiente página en blanco, ha de ser llenada por alguno de ustedes, mis queridxs lectorxs de este culto que poco a poco va llegando a su punto (mundial) final.
“Agur…¡Y hasta una nueva vista!”
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