HIPOTERMIA
Álvaro Enrigue
Anagrama. Barcelona. 2005. 187 pp.
“Hipotermia” es una elipsis que muestra un recorrido de una sensación –la distancia, la separación, el desamor, la melancolía- por medio de una ringlera de personajes involuntarios capturados por la exquisita prosa de Enrigue para cumplir un destino.
Creado en el D.F. mexicano, cumple un misterioso ciclo en Washington DC, para regresar a la verdadera capital del mundo y dejar todo en santa paz.
Para ello, Enrigue, bribón entre los que se precien de serlo, toma prestado un argumento antiguo: el de aquel héroe que busca regresar a casa después de la batalla.
Claro, los tiempos son otros, y pretender igualar los efectos no sería nada menos que una vil manifestación de la agonía creativa que, según algunos, gobierna estos caóticos tiempos.
Pero lo que demuestra, es que el ser humano, griego y clásico, o latinoamericano y contemporáneo, sigue siendo el mismo, sintiendo lo mismo, bregando a conseguir lo mismo, recorriendo el vasto espacio-tiempo en pos de lo mismo.
Hay un dudoso escritor que empieza la carrera que recorre el libro, y el último testigo lo recibe un cocinero tardíamente famoso que se reencuentra con su ex esposa.
Lo que sucede en el intermedio es todo. Es decir, aquello que un adulto normal puede vivir: trabajar, ligar, recordar, extrañar, añorar, querer, hablar, encontrar, viajar, perder, mirar, alejar.
Enrigue pretende una novela formada por bloques macizos de cuentos que no miran a ninguna parte, excepto a sí mismos, porque tal es su naturaleza, y el resultado, siguiendo los parámetros inconscientes de nuestros días, es la fragmentación. ¿Para qué limitarse a un solo individuo cuando se puede obtener aquel resultado a partir de las esencias de cada uno de los involucrados?
“Volver a escuchar su voz en las osanas resultó balsámico: a fin de cuentas la razón principal para ir a misa en tiempos pobres de fe es demostrarse que el hijo siempre puede regresar a casa sin importar lo pródigo que haya sido, que uno tiene permiso de ser un poco de lo que fueron sus padres y sus abuelos.”
Enrigue, en un reciente y brevísimo ensayo en torno a su escogencia como uno de los 39 representantes a reunirse en la Capital Mundial del Libro, en 2007, nombraba la distancia de su generación, frente a Elizondo, Rossi, Glantz o Pitol, en cuanto a aventura y riesgo por correr. Indudablemente tiene razón. Se debe formar una corta legión de escritores mexicanos para hacerle frente a uno sólo de los títulos que cualquiera de los autores nombrados por nuestro visitante de hoy, nombra.
Pero mirando el lado optimista, quitando algunas de las aristas altas que generaciones precedentes colgaron en riscos aparentemente imposibles, la obra de Enrigue es útil para acercarse a algo que no se sabía que se necesitaba. Y eso abona el camino para seguirle la línea que ha de trazar el mexicano con su acento tan mexicano.
Porque el resultado de tropezarse con un escritor como Enrigue, es que quizás él no sabe que es un buen escritor, o si lo sabe, trata por todos los medios –si son alcohólicos, mejor- de ocultarlo. Y no, no estoy hablando de un genio, solitario donde los haya. La soledad de Enrigue, es como la del corredor de fondo: precisa y moldeada por el propio cuerpo, que en este caso terminaría siendo la estela que recorre este curioso autor que, como buen hijo de su tiempo, no pretende quedarse quieto, porque nada bueno saldría de ello.
Ya lo dice su personaje cocinero cuando confiesa que la muestra de amor sería preparar un desayuno, y ya para eso no hay ganas, ni tiempo, ni fuerzas suficientes para presagiar una historia que, seguramente, terminará con otra elipsis que comienza alejándose del punto inicial.
Atroz sin llegar a ser morboso, vital sin llegar a ser sustancialmente necesario, agradable como una especie de postre que lo contiene todo, esta versión 0.7 de La Odisea es imprescindible, porque no pretende igualarla, sino sólo traducirla, y lo logra son muy pocas salidas de tono.
¿A quién me recuerda Álvaro Enrigue? A él mismo, a su voz, a sus respuestas desafiantes, a sus ideas en torno la hiperactividad, a una inteligencia que no se muestra a borbotones, sino que la dosifica y la va coagulando dentro del ánima de cada personaje que convoca misteriosamente, y por último, a su arrugada sonrisa, única dónde quiera que se busque, porque el humor es otra de las constantes de los cuentos del mexicano. Un humor de alguna época pretérita del D.F., es decir, tan contaminado, que empezaba a extraer, como si de un minero se tratara, lágrimas de la cueva ocular que ya había olvidado cómo producirlas.
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