sábado, 18 de abril de 2009

GESTADORES DE POSIBILIDADES (LOS OBJETOS ESTÁN MÁS CERCA DE LO QUE APARENTAN)

ESCRIBIR ES LO QUE CUENTA
-Entrevistas de la cueva-

Fundación La Cueva-De La Tierra producciones. Barranquilla. Enero de 2008. 319 pp.


Traducir los resquicios internos de un escritor cuyo oficio ya es lo suficientemente conocido no es una tarea fácil. Noble, quizás. Pero la lucha por hacerla interesante es a brazo partido. Las advertencias llegan desde muchos puntos distantes. Un escritor es lo más anodino que puede haber. Psicóticos encerrados en un mundo propio del que muchas veces prefieren no salir. Impedidos sociales que a duras penas balbucean respuestas ininteligibles a preguntas sin razón de ser formuladas por aspaventosos personajillos con alguna grabadora en la mano. Seres necesariamente asociales que, con el paso del incómodo tiempo que nos circunda, han empezado a dar la cara para participar, voluntariamente o no, del negocio que generan.
Claro, una cosa es un escritor en la parte del duelo de la tragedia de la gira promocional. Otro muy diferente es el que va gestando la obra, poco a poco, en su cabeza, en medio de un barulloso silencio. Y otro, quizás mi favorito, es el obrero que se sienta a coser o hilar las palabras que harán las delicias del público febril, a veces más interesado en ver que en leer, pero eso ya es harina de otro costal. Hemos de concentrarnos en este libro, y sirviéndonos de la agradable y poco melancólica compañía de las palabras, eso intentaremos.

Diez escritores conforman “Escribir es lo que cuenta”. El libro que resultó del primer año de un proyecto titulado “Barranquilla Al Pie De Las Letras” que pretende acercar hasta donde se permita, a un escritor con el público de esa ciudad, por medio de tertulias en La Cueva, y enfrentamientos cara a cara en auditorios para recibir ese frío contacto, ya sea con una hornada de bachilleres ya sea con personas de carne & hueso.
No dan explicaciones del orden en que fueron expuestos, pero el orden del libro da a entender que se organizó de acuerdo a la extensión de sus nombres: Jorge Franco- un tierno tímido enamorado de su primera hija y guerrero confeso contra la costumbre agria de llevar sus novelas al cine-; Antonio Ungar – un veloz traficante anómalo de la palabra, fragmentado en diversas ciudades de diferentes o distantes continentes, que emplea la palabra como piezas de rompecabezas vivos en los que lo menos importante es la figura final que forma. Enconado exponente de lo postcasitodo en un lugar en el que parece, a veces, no pasar nada-; Tomás González –el único, el oculto, el secreto en sí mismo. Un nostálgico bautizado en una potente cascada de poesía. Un irremediable favorito-; Óscar Collazos –bífido y atento, siempre con una mira de rifle descargado para francotirear desde la ventana de su escritorio, protegido únicamente con la urgencia de la verdad, sin aclarar del todo cuántas amenazas han ocupado uno de los márgenes de su vida-; Enrique Serrano – neofundador de una impetuosa corriente que pretende descubrirnos desde una posición histórica que casi hay que nombrar olvidada. Habitante de los hechos indirectos, lo que le permite levantar polvaredas emocionales donde alguna vez hubo verdaderos paisajes de sangre-; Juan Mejía – inquieto y recopilador de premoniciones no atendidas en su momento. Ingeniero de lo básico-; Efraim Medina –lúdico & esperanzador. Potente, aguerrido y misterioso. Fatal y sereno. El enemigo público número uno para los que se ocultan tras lo conocido-; Roberto Burgos – Reposado y sapiencial. Monacal y barroco-; Darío Jaramillo – decimonónico y ligero- y Hugo Chaparro –melodioso y contranatural.
Un poco variado para todos los gustos. Generaciones que, sin embargo, no llegan a los límites, pero cuyos desórdenes cronológicos ayudan a imaginar un mapa que ha empezado a ser olvidado por los pocos lectores que quedan en pie. Diferentes escalones de una virtual o imaginaria o secreta jerarquía revuelta, mutante y desinteresada en seguir los conductos regulares frente a una academia a la que le quedó pequeña esa función. Continuación –por fuera de los círculos hiperespecializados- de la disputa entre la ficción y la no ficción. ¿Es mejor leer la novela o el diario contemporáneo que llevó el escritor y que explica de dónde proviene cada clave? Preferir el cómo que el qué. O esas emociones que rondan tras pasar cada uno de los paisajes vividos o esas remembranzas del porvenir. La escritura, para muchos de los protagonistas de este libro, es un desafiante placer.

Sentados en un púlpito, los escritores son rodeados por los preparados entrevistadores –Fiorillo explica en el prólogo “Semillas de creación”, que la entrevista es el género periodístico más cercano a la verdad de los hechos- que empiezan a lanzar a diestra y siniestra sus inquietudes, a veces incluso, permitiéndole la palabra al público. Las respuestas, por lo menos, se desplazan y muchas veces la no esquematización rigurosa se convierte casi en una charla que alcanza visos de comedia.
Las preguntas generalmente empiezan con su labor literaria o con su infancia y cómo la vida terminó acercándolos a la literatura.
Un previo perfil ha sido expuesto para contextualizar a los interesados miembros del respetable y aunque todas las entrevistas pretendan seguir un paralelo esquema, lo cierto es que cada una toma su rumbo propio, siguiendo la corriente del río de turno.

¿Vocación? ¿Inquietud infantil? ¿Opción adolescente?
Es curioso que muchas dudas se sientan en esos difíciles comienzos. A quién no le ha tocado enfrentarse con un abismo invisible. Empezar a dar pasos, poco a poco, en completa y absoluta oscuridad.
Y una vez ya sobre el carril de la prosperidad escritural, ese otro más aún inquietante temor: la Muerte que se cree posible extinguida por medio del resultado obrístico. Una conclusión total: el Amor es lo único que la vence.

¿A qué sabrá el verdadero silencio que transpiran las respuestas?
¿Qué estarían escribiendo justo en ese momento?
¿Qué línea?
¿Qué proximidad?
¿Qué pasa por la cabeza de un escritor cuando sabe que debe salir de su perpetúo encierro?
¿Habrá alguno que alguna vez se resiste?
¿Dejará realmente enseñanzas a quienes pretendan seguir El Camino?
¿Podrá algún día un avanzado neurobiólogo hacernos oír el Big Bang de las conexiones sinápticas que provocan el delirio de la escritura?
¿Será mejor oírlos a leerlos?

“Siempre he tratado de sacarle el cuerpo a las manifestaciones públicas”, se le lee a un Franco bastante especializado en las lides que contrariaba en sus inicios.
“Andrea Echeverri, Efraim Medina, Fernando Vallejo, Tomás González y Álvaro Cepeda” son las voces laterales para Ungar, a las que hay que escuchar con un par de grados más de atención.
“En la poesía hay intención de mostrar el caos en toda su profundidad, el límite con la forma”, dice un reposado González, para quien la Poesía es el inicio de su propia búsqueda creativa.
“Escoger la profesión de escritor, no es nada fácil. Es algo tan profundo en la vocación de uno, que uno no puede ser nada distinto a serlo”. Amén señor Collazos.
“Creo que este siglo XXI es el siglo del tedio. Estamos en una era de difusión. Es decir, no hay ideas nuevas. Yo creo que ni siquiera hay literatura nueva. Hay nuevas interpretaciones de viejos mensajes y literaturas. Ya todo está tan saturado de las vanguardias que la auténtica creación, el genio creador, tal vez murió en los 50 ó 60, después de haber vivido durante milenios”, pronuncia un descreído Serrano.
“Pienso que Colombia añora tener a otro García Márquez en lugar de valorar a los escritores que hay ahora”, se queja Mejía. Y creo que tiene razón. A veces la cabeza de los colombianos apunta a la monocromía monotemática monoteísta.
“Los lectores, al final, son los que pueden decidir si ese es serio, si sirve, si funciona, si hay que tirarlo a la basura. Pero las opiniones de los escritores sobre lo que escriben ellos mismos, o sobre lo que escriben otros escritores, son insubstanciales.” Con una mano borra lo que con la otra escribe, pero finalmente, Medina presentan una clase diferente de estilo.
“Sus novelas proponen una especie de fe en la escritura para preservar la memoria”, se lee que dicen sobre Burgos.
“Aurelio Arturo, León de Greiff, Jaime Jaramillo Escobar, Juan Manuel Roca” al cuarteto que Jaramillo salvaría de un incendio.
“Uno se define en lo que uno escribe, uno se refleja en la palabra, en la elaboración de los argumentos que brinda”, confiesa un carismático Chaparro.

Tras presentir que la literatura colombiana no pasaba por ninguna crisis, que simplemente había que tomar otros rumbos, caminos mal pavimentados o senderos en los que ni siquiera una mula se atrevería a recorrer, vuelvo a sentir un atisbo de una sensación que consideré irremediablemente perdida ya para siempre. Gotas diáfanas de una esperanza que susurra a mi oído que siempre estuvo ahí, que habitar a veces las palabras no deja ver el bosque que se combina con un fugaz e inmortal atardecer, que la lucha por creer es alguna forma perfecta de llevar a cabo en el más completo silencio y en el más absoluto y feliz anonimato la obra que se quiere llegar a leer, sin necesidad de escribir(la). Hay música. Hay paisajes. Hay pozos profundos. Hay historias contadas por colombianos a la vera del camino o a la luz de las luciérnagas o con una caja de icopor cargada de helados, desdentados o incompletos. Verdaderos potenciadores de alguna inmortal clase de verdad. Magos o héroes. Pero orgullosos y en veces, felices.
Este libro dilucida una pequeña porción de esta época: que (casi) todo necesita una explicación agregada. Que la velocidad en la cara A exige el compromiso de la lentitud en la cara B. Y que la palabra –hablada o dicha o pronunciada- a veces alcanza tintes de verdadera actitud transformadora. No en vano, “Secretos de mutantes”, “Artesanos de la palabra” y “Cuestión de oficio” llegan para hacernos testigos de primera mano de una costumbre que se ha dejado a un lado por culpa de algunas vagas costumbres mediáticas. La charla, la entrevista, la conversación o el simple compartir un propio silencio, consume ese vacío, esa soledad, esa angustia por alguna clase de descreimiento. El afán por calmar la sed de lo real es tal, que dedicar un pensamiento a que pensamos, es permitirnos creer que los demás sí importan. Y dar ese paso, a veces, es el primer paso. Lo que no quiere decir que sea el único o el último. La pantalla, en blanco, sigue titilando para quienes se quieran dar un chapuzón germinal.

1 comentario:

Horgen M'Intosh dijo...

Publicado de forma original en la revista Número 58 y cedido especialmente para Lector Ritual de El Cotidiano