sábado, 23 de mayo de 2009

THE DOWNWARD SPIRAL

LA MUJER EN EL UMBRAL
Mauricio Bonnett
Alfaguara. Bogotá. Marzo de 2006. 323 pp.

Lo curioso es que en esta época en que nada parece contemplar la posibilidad de ser honrado, revisado por los estamentos éticos de turno, analizado con la cabeza fría de un respeto que parece estar muy muy lejos, la fehaciente moral de Carolina Sanín por lo menos, hace tomar un descanso para pensar un poco las cosas.
Javier Moreno desde su guarida azul: bluelephant.blogspot.com, le envío un mensaje invitándola a cuadrar batallas con personas más capaces o quizás más interesantes. Se refería a los ataques desconsiderados que la bogotana tuvo contra el aparentemente intocable cantante del régimen y contra el director de una poluctiva revista del corazón desnudo. Ignoro si Sanín respondió a ello, ella que está atenta a los comentarios que le imprimen en el espacio dedicado a los lectores virtuales desde el diario de circulación nacional en el que mantiene una o dos columnas semanales.
Y digo todo esto, porque la última columna –no de libros sino de opinión- que lanzó Carolina estaba dedicada a “Fresita”, la reina de un burdel que causa adicción en algunos de sus asistentes.
Para algunas personas, lo que hace la escritora es de un valor incalculable y un volver a ciertas prácticas morales que se han perdido en medio del afán de estos días que se suceden sin consideración. Para otras personas es solamente un connato de envidia o de celos. En lo personal, creo que lo valioso es que se tomó el trabajo de darse tiempo para ello. Y eso ya es mucho. Un indicador más de que no todo está perdido, quizás. O una señal coherente de que todavía el escritor –a ella le disgusta el juego de los nombres masculinos/femeninos, pero qué se le puede hacer- o en este caso la escritora es esa antena capacitada para albergar una clase diferente de frecuencia y transmitir lo que comúnmente alguien del montón selecto de intelectuales o –el resto de- escritores no se atreven a dictar por el deber asumir tal o cuál riesgo/peligro.
Y en esa misma lineabilidad, recuerdo un artículo sobre el servicio doméstico, perol o recuerdo tan vagamente, que no me atrevo a decir nada por temor a irrumpir en falsedades fáciles.
Cuento todo esto porque desde la segunda mitad de la novela que nos corresponde “reseñar” (lo sé, lo sé, es un chiste…) el día de hoy, ese recuerdo de algo que existió se coló en mi mente y no se desprendió hasta este instante en que escribo esto.

La primera novela de Mauricio Bonnett trata sobre un instante en la vida de una familia, específicamente dos hermanos –el uno temprano adolescente y el otro un niño que no alcanza los dos dígitos de vida-, que ven cambiar sus rutinas en el norte de la capital colombiana cuando llega a la casa recién construida una empleada del servicio llamada Rosa Tulia. Entonces a Diego, el mayor, las hormonas le indican que ahí va a ser la cosa, como se explica en la novela: durante muchas generaciones la primera oportunidad sexual para los hombres de clase media se daba con la empleada doméstica de turno.
Y la historia, como la novela –crónica la llama el mismo Diego que efectúa de narrador- avanzan tejiendo una historia que puede haber tenido los mismos tintes en un millar de ocasiones a lo largo de un lustro en la Colombia de finales de los sesenta, principios de los setenta.
Entonces la lucha entre Diego y su deseo se va disolviendo en su atómica inexperiencia, mientras su cándido y neurótico hermano menor, Sebastián, se acomoda en no pocas regiones de la provinciana desde el momento en que la madre de ambos le ordena a la sirvienta atender el baño diario del menor.

No hace mucho indicábamos esas coordenadas que apuntaban en una misma dirección, Silva Romero, Correa Ulloa, Posada Jaramillo, Ungar: la infancia como metáfora de nación, como estrepitoso momento excusable para brindarle a la literatura nacional una revisión de rigor para asumir nuevas perspectivas, nuevos permanentes retos, algunos quisquillosos riesgos necesarios para extraerla de ese abollado mutismo de luz + portada de revista + artículo en prensa escrita.
Necesidad inconsciente pero honesta, se podría llamar.
Y dentro de la ecuación, que no necesariamente tiene por qué referirse a la infancia, sino a la adolescencia –Bonnett es un experto en asumir aquel verdadero estado de profusa confusión- también, esta novela entra como un bloque de ladrillo en ese muro que pretende construir algo que desde el día de hoy se ve difuso, pero que con alguna ayuda del más allá, finalmente puede llegar a algo útil.
De alguna manera las novelas de los autores convocados algunos renglones arriba dialogan con una realidad difusa desde el presente y oculta por quienes la vivieron a plena conciencia en esos días ya irremediablemente vueltos a aparecer. Y esa realidad contada, esa historia rescatada, es lo que hace que ciertos pasajes de esas obras sirvan como un tendón disecado para asomarse a un latente estado de miedo que no ha hecho otra cosa que mutar con un estilo disfrazado.
Y los entresijos de esa historia, ya sea novelada o bajo los efectos de la crónica –la única salvación literaria de esta primera década de un siglo que ya se va-, es a lo que hay que ponerle cuidado, ósea, rescatarla del relato que se sucede como un río en el que uno no se puede meter.
El miedo, la pérdida de la inocencia, la búsqueda infructuosa de una esperanza inhumana, el frío del páramo, el hermanaje, el devenir de la clase media enfrentada a sus propios fantasmas: los pesares presentes de la clase baja son los dolores futuros de la clase media, la sensación de no poder expresar jamás la verdad, la voluntad desarreglada de los sentidos, el elegante discurrir de un erotismo inicial.

Después, oculto todo como está a lo largo de la novela, se empiezan a aclarar las cosas, pero más para la vida misma de los protagonistas que para la historia en sí. Las preguntas, como cascada, se asoman, los ojos puestos por doquier para saciar esa extraña sed.
Recuerdo que algún crítico alguna vez decía que la locura era el tema más difícil de tratar por un narrador.
Bonnett se excusa detrás de la cortina de eros y deja a las instituciones médicas los diagnósticos de rigor, al mismo tiempo que hace más interesante la vida de Custodia, hermana menor de la protagonista de la novela sobreviviente tierna, silente e imbatible de una familia naturalmente disfuncional.
Pero supongo que el narrador de la crónica no tenía por qué adentrarse por ese territorio, quizás, más helado y menos encendedor de pulsiones.

“Sin embargo, la Autopista del Norte era desoladora: el engendro de la unión incestuosa entre la Colombia urbana y la rural”, se le oye al final de la novela.
Puede llegar a ser el resumen de un estado que, como el mineral, se toma su tiempo para descubrirse a la vida cotidiana.
Y es justo en esos entresijos en que las heridas que no sanan permiten un acercamiento más detallado y un poco antes, un poco después, los resultados empiezan a cuajar, aunque no toda la gente esté dispuesta a rozarse de verdad.
Porque como dice Sanín, algunas veces la verdad no duele sino que quema y deja unas heridas difíciles de ser sanadas.
Más aún, cuando esas heridas son repetidas una y otra vez hasta el momento en que todas las fibras naturales revientan y ya no hay nadie vivo capaz de atarlas nuevamente.

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