viernes, 17 de septiembre de 2010

¿UN MAL SABOR EN LA BOCA? (CAMINOS SIN RETORNO, CUBIERTO DE NEBLINA Y CON EL AGUA LEJOS) –TRABAJO EN PROGRESO, PT. 24 Ó 25 NO ESTOY MUY SEGURO DE ELLO

ZOOLÓGICOS URBANOS –HISTORIAS MUTANTES DE RAFAEL CHAPARRO MADIEDO


-Compilado por Alejandro González Ochoa-


Editorial Universidad de Antioquia. Medellín. Octubre de 2009. 190 pp.


“Por lo menos la lluvia de Bogotá

todavía sabe a sangre fresca

cuando llega a la boca”

Bogotá


Y es cierto. Los puentes también sirven para comunicar.

Que la literatura no tiene edad, vaya y venga, eso lo sabe hasta el más pelmazo.

Pero que un escritor asuma sobre sus hombros la responsabilidad de representar a varias generaciones frente al reto del Tiempo, es otra cosa.

Algo que, los ejemplos se cuentan con los dedos de una mano, apenas está sucediendo en esta tierra de locos.

El Tiempo, ese algo que no alcanzaremos a vivir a plenitud como lectores del común, lo sentimos con Chaparro Madiedo desde que lo conocimos en ese adelanto de los premios nacionales de Colcultura, en el M.D. de noviembre de 1992.

Ese algo que no puedo desligar del momento que vivía en esa época. Ese algo que traducir 18 años después resulta arriesgado, pero que por esas santas voluntades y posibilidades de la relectura hicimos, construimos, venteamos, experimentamos.


¿Qué (fuerza misteriosa) tiene el bogotano que opaca lo actual?

Una respuesta parcial es el riesgo ciego que acomete con cada frase lanzada en picada a un desierto tibio e invisible que bombardea la gravedad y la alimenta con un magnético silencio al que parece no importarle demasiado nada más excepto su existencia.


La intención de González Ochoa es mostrar ese otro lado “híbrido” –entre literatura y periodismo- del narrador de “Opio en las nubes”.

Desde las páginas de La Prensa y Consigna, lo que se lee es el olor del ataque fuera del tiempo.

¿Cómo diablos? ¿Quién hoy? ¿Desde qué plataforma no virtual?

Tras leer, pasar saliva, pretender traducir, y luego escoger el mejor silencio para gozar.

¿Qué fue eso? ¿Cómo procesarlo? ¿Habla en serio?

Claro, sin que nunca nadie diera una respuesta sino que mil millones de ojos lectores devoradores de sus franjas negras mantuvieran vivo al rito, que sigue y sigue y sigue.


Centrado en Bogotá entre 1988 y 1994, su propósito es desordenar todo, como debe ser la labor de un verdadero creador.

Y tal como lo logra hacer Jimi Hendrix, Robert Johnson o Hank Williams, va más allá de lo permitido, sol desnudo, rango infinito.


“Por eso he decidido que a lo único que debo guardarle lealtad es a la palabra” dice en “Partidario del rock and roll”.


Mucho antes del bombazo editorial, justo cuando los protagonistas desafortunadamente vivos del ahora se lanzaban a nadar en las orillas de los lagos del altiplano, a mitad de camino de la década que ayudó a pavimentar con su sangre reptil, recibiendo el testimonio de la Verdad à la de Greiff.


Demasiado rápido como para ser absorbido por la masa, á la Caicedo Estela.

Afortunadamente muerto para verle decaer en la sombra sigilosa del contrato a perpetuidad.

Sus códices siguen brillando el desafío para iluminar los siguientes años antes de que toda esta chusma muera y la pinche crítica asuma que su realidad verdadera reside en las catacumbas de lo desconocido.


Hierven las manos cuando de Chaparro Madiedo se trata.

Se inunda el otro mundo, el universo que muchos persiguen sin saber en qué pálpito siguiente lograrlo, o temblar antes de tiempo y cerrar la puerta cruzada.

Respira lento.

Muere.

Inicia.

Crece.


Después, más cerca o más lejos, su centro místico, que abonado, hace tanta falta, tanta falta, tantísima falta…


Beber de la fuente de ese lago es sumergirse en el no tiempo de El Dorado.

La trascendencia de lo que hemos sido.

La Historia.

Ni más ni menos.


Eso es Rafael Chaparro, un diálogo que como las canciones de Soda Stereo, siguen creciendo con cada encuentro, y curiosamente nunca se cierran porque brillan y palpitan, y viven y respiran.

Necesaria compañía que mantiene el contacto cercano. El calor de la identidad. De la santa identificación.


PD: Y el núcleo duro, ahi

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