sábado, 11 de diciembre de 2010

PAISAJE INCIERTO

LA NOCHE EN EL ESPEJO

Lucía Estrada

Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Bogotá. Junio de 2010. 101 pp.

Para enfrentar este informe, repaso la obra de Olga Lucía; esa fugaz, imprescindible y arraigada obra que de tanto prometer ya cumple.

Dejando a un lado la obviedad: Las hijas del espino (Premio Ciudad de Medellín, 2005) es, en su aumentada segunda edición, una de las obras más inauditas de la poesía colombiana de las últimas generaciones; destaco “Maiastra” por ese afán de búsqueda y hallazgo, para sumergirse en la siguiente búsqueda y en el siguiente capítulo –números romanos- dejando una ringlera de planetas de diamante descubiertos, recién nacidos, reptiles, carismáticos y tan potentes que hielan los ojos.


Como prometimos hoy portarnos bien, no echaremos nuestro acostumbrado discurso en torno a los Premios Poéticos Nacionales. El profesor O’Hara, en una reseña del Boletín Cultural Y Bibliográfico del Banco de la República, expone en un pie de página casi doscientos diferentes premios poéticos que hacen pensar en que si uno no se ha ganado ninguno de ellos es por zonzo. En nuestro país, donde los psicoanalistas del nadaísmo siguen mandando cierta parada –viagra de por medio-, desafortunadamente la verdad nunca llega a salir a flote si no han pasado algo más de ciento cincuenta años. Reproducción del mal, que llaman.

Pero callo.

Hice una promesa y he de cumplirla.

Soy un hombre de palabra.

Mi esposa y mi amante muy bien lo saben.


La diferencia en este caso particular, “La noche en el espejo”, es que me plantea el enigma de decir algo que nunca pensé que dijera: es el libro más flojo de la poeta antioqueña. Y antes de que se me olvide, paso a explicar por qué: Olga Lucía nos lleva a regiones altamente poéticas en las que el oxígeno es escaso, y ante la lentitud del organismo de acoplarse a dichas cumbres, las visiones comienzan a sucederse, a atacar, no solamente en forma de palabra, sino a manera de imagen no invitada, también.

Leer poesía como fumarse algo, esa es una clase sugestiva de aprendizaje bárbaro, delicioso y árdico, cuya secuela principal es el vicio, la reiteración, la búsqueda de la repetición.

Acá, y claro, soy el único responsable, nada de eso sucede.

Quizás, un puente con “Fuegos nocturnos”, fechado en 1997, lo que explica tal o cuál razón. No todo el mundo es Rimbaud, casi todos tienen que ir aprendiendo a medida que se va dando la marcha.

Al leer, ya no sobre una cuerda floja de hueso, se siente el barro, alguna marca, un eco por aquí, un eco por allá, y, oh, una costura.

La pregunta es ¿qué busca Olga Lucía con este libro?

“Perdidas en medio de lo que amábamos” es el anclaje natural –Casandra, Eurídice, Ofelia, Antígona- a su inmediato pasado.

La búsqueda, es claro, prosigue.

La poesía, Olga Orozco en un rinconcito, se corporiza, se traduce desde el mismo centro de la médula. La sinceridad, en este caso, es la reina o gobernante.

“Y las formas encontraban entre sí su correspondencia”.

Ese atrevimiento es lo pescado.

Tal cual lo hace Piedad Bonnett, esa consentida por dónde se mire, el poder de la palabra avanza, no claudica, hurga y busca, insumisa que no se somete, dique roto, sin importar lo que destruirá.


Mención aparte merece los dieciséis minicapítulos finales dedicados a Pasolini que tejen esa alegre vitalidad galáctica estratosférica de la que nos alimentamos como bizarros viciosos.

Ligera e indómita, esa fuga: “Mujer suspendida/replegada sobre sí/en el abismo de su pregunta”.

¿Anuncio del siguiente capítulo? ¿Camino de regreso silencioso al desierto? ¿Cuerda floja hecha de tendones y un pálpito que recuerda rememorando al hueso? ¿Respirando la sombra? ¿Oscureciendo la arena? ¿“Acaso siempre fuimos este silencio”? ¿Dándole de comer a la tormenta? ¿Y después de todo esto que puedo decir?


Tejer.

Esa es mi propuesta a manera de respuesta a una proposición bastante decente, y aunque lejos de un resultado provocativo, dulce de asimilar, con ese dejo a cuerpo encarnándose.

Me da risa recordar que históricamente el miedo es del hombre a la mujer.

Pero sé que esta poesía me va a enseñar.


Hundiré los dedos hasta palpar la visión.

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