domingo, 19 de junio de 2011

¿SUMERCÉ VE LO QUE YO VEO?

METALLICA FOTOGRAFÍAS DE ROSS HALFIN

Libros Cúpula. Barcelona. Marzo de 2011.

Hay algo sumamente divertido en seguir la historia cada vez más larga de estos cuatro jinetes de un apocalipsis que seguramente será televisado. Y es el recuerdo. Porque quién no haya tenido una anécdota con MetallicA no es digno de llamarse humano. Y les recuerdo que hablar de la banda angelina es como pronunciar The Beatles o The Rolling Stones. Y muy lejos, pero que muy lejos quedan bandas mediocres como U2 o Guns 'n' Roses para no ir tan adentro.

Acabado de salir el magnífico "...and justice for all" (Elektra, 1988), los primeros visos de una inevitable integración con las caspas ocurrían con brevísimos diálogos en el recreo o en lugares extracurriculares de la mejor y más secreta manera posible.
Apenas crecíamos, era cierto, y endebles y con los huesos ágiles, lo mejor era hablar duro, irse de negro, mostrar alguna herida reciente, y poner las cartas sobre la mesa. Aunque para dejar las cosas en claro, he de decir, los dados, que era lo que jugábamos pidiendo ronda tras ronda de cerveza en esa esquina tan cara a nosotros por aquél entonces.

Hablo del temprano 1989, año adelantadísimo para mi menda, puesto que faltaban dos años para que el punk se rompiera, pero desde marzo de ese último año de la penúltima década del penúltimo siglo que me vería respirar, yo ya estaba, Mike Patton dixit, diseminado en pedazos...

A lo largo de esos dos años, y antes del 91, y cuando todavía las noticias se demoraban en llegar un poquito, fuimos los reyes del underground, o creímos serlo.
Y aunque al escribir estas tempranas memorias sostengo una plácida sonrisa en mis manos, todo lo contrario sucedía cuando hasta las niñas más dulces, tiernas, vírgenes y con una sensualidad a prueba de idiotas, osaban escribir MetallicA en sus cuadernos.

Sabíamos que todo estaba perdido.

Nuestro grupito se desintegró, y si bien seguí hablando con algunas de las personas involucradas a lo largo de los dos años que faltaban, nunca nada volvió a ser lo que fue.

Los álbumes llegarían, se harían fiestas con exclusivamente tres o cuatro canciones de los trabajos previos, y -la voz la tenían las niñas y los maricas- el álbum negro al completo.

Recuerdo que pagué los derechos de grado con la camiseta blanca que Ulrich usaba en "One", y que no fui capaz de ir a la ceremonia por pereza de toparme con mis congéneres. Delineaba mi camino sin saberlo dirigir hacía mi -my own private- propia ruina, y aproveché un viaje familiar para salir de la ciudad antes de regalar mis servicios al ejército nacional de Colombia, con la esperanza mediocre de que me diera yo mismo un balazo de 16 milímetros en la puta cara. Pero ni para ello servía.

Nunca volví a ver a la gente con la que me gradué.
Nunca hasta el día de hoy.

El veloz transcurrir del tiempo se hacía un tanto más suave con cada nueva droga que llegaba y con la música alternativa que se había tomado la ciudad.

Cuando empecé a perder los dientes, cual hijo pródigo, fui aceptado nuevamente en la familia.
Recuerdo haber llegado de una de las sesiones con la terapista y encontrar una revista RIP en español con un reportaje, segunda de tres partes, con un cansado Lars en la que se preguntaba por las personas que seguían comprando el Black Album tres años después de sucedido el lanzamiento.

Ya solamente me reía.

Ocasionalmente un ex compañero me preguntaba, pero nunca lo atendía.

Me obligaron a buscar un trabajo, y más mal que bien, aunque sabiendo manejar el sueldito, llegó ese maldito año de la recaída. Posiblemente lo último que recuerdo de manera consciente es ver y revisar y comprar en la misma tienda de discos el "Roots" y el "Load". Creía haber superado tanto malditismo, pero el álbum malo me ganó y huí a un pedazo tan hondo de mí mismo que tiemblo cuando lo recuerdo, y no menos que una lágrima empieza a derramarse desde esa ignota cueva del sentimiento que murió alguna vez.

Al "Reload" no le creí cuando oí en una entrevista por algún canal musical que ha dejado de serlo que Ulrich, mi interlocutor con la banda, lo nombraba como el regreso a la senda.

¿Pero cuál senda, Lars? Le escribí en una carta que nunca le envié.

Sin apenas darme cuenta, había sellado mi relación con la banda. Mi tratamiento seguiría como si fuera ya parte indeleble de mi marca negra, y con mi familia empezando a fallecer, tuve la suerte de conocer a una cajera de supermercado con la que entablaría, y no sé cómo, una relación que sabría sacarme de una vez por todas de ese pozo al fin y al cabo no tan profundo en el que me había metido.

Tuve mi primer hijo.
y aunque había dejado de ir a conciertos, juro que fue mi carmencita de mi vida la que me impulsó a volver a ese viejo encanto de presenciar la ardua labor de un grupo de muchachitos que se trepan a una tarima a pronunciar un acto o un discurso y que luego, una vez puestos los pies sobre el piso, todos nos encargamos de olvidar con saña colombiana.

Mi hijo se llamó Carlos David, y dieciséis meses después nacería Julieta y sería la persona más feliz de este lado del universo. Las cosas, a veces nos veíamos a gatas a finales de mes, pero quién no, iban bien. Pagábamos arriendo, íbamos a parques, a juegos mecánicos, ocasionalmente compraba un libro que leía a Carmen mientras se dormía, y me decían que era tierno con mis vástagos.

Nunca volví a probar gota de alcohol tras el nacimiento de mi salvadora. De las drogas me olvidé. Y fue a principios de 2003 cuando se sucedió todo el boroló del St. Anger que, por causas no justificadas, gozó de mi plena aceptación desde el primer acorde de "Frantic" hasta ese endiabla'o final de "All within my hands". La edición en digi pack, doble -con ese dvd en ensayo- Carmen me la regaló para un cumpleaños si mal no estoy o como excusa por alguna reconciliación o alguna vaina de esas que sólo se dan entre parejas y que tales.

Curiosamente, por trasteos y nuevos rumbos en la casa de mi infancia, mis hermanos sobrevivientes vendieron la edificación y me mandaron en una caja de sombreros lo poco que todavía tenía guardado allí, revistas, agendas, casetes y unos pocos vinilos, entre ellos el "Garage days re-revisited" (Elektra, 1987) que, com ocosa curiosa, gozaba de una reciente reedición bajo el pomposo título de "Garage Inc." (Elektra, 1998) y que por esos redescubrimientos del precioso vinilo, se vendía en 180 gramos, doble por supuesto, y made in germany en algunos lugares demasiado selectos de la ciudad.

Con o sin mi consentimiento, el amor había vuelto, regresado, y mucho más calmado, lo que son capaces de hacer los hijos, juepuerca, y un tanto más gordo, con una incipiente calvicie, y definitivamente alejado de cualquier problema o situación que amerite riesgo, ocasionalmente me da la locura, como ahorita, y desde esas páginas que lo contienen todo, le doy "random" a la discografía completa de mi banda favorita y una oleada de recuerdos, figuras y situaciones se me viene a la cabeza. Una, la más frecuente, por ejemplo, es que soy Ross Halfin, y los conozco obligado en el 84 y empiezo a tomarles fotos y los hago lo que son ahora, como dicen, definitivamente todo entra por los ojos, jajaja.

¿Yo, Ross Halfin?

¡Ay, Dios....!

Unos monstruos, esos tipos....

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