jueves, 25 de enero de 2007

PARECE QUE LO VA A LOGRAR, PERO NO LO LOGRA

Ricardo Silva Romero
Parece que va a llover
Seix Barral. Bogotá. 2005. 323 pp.

Tras la novedosa “Relato de navidad en La Gran Vía” (Alfaguara, 2001) y la multicelebrada “Tic” (Seix Barral, 2003), el geniecillo Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975), hace entrega de una de las tantas novelas que se anuncian escritas desde tiempos colegiales y universitarios, guardadas sigilosamente dentro de cajones, en espera de que llegue el momento adecuado para darlo a conocer a su editor.

“Parece que va a llover” es, a mi modo de ver, un gran paso dentro de la, aparente, incontenible obra del novelista bogotano, puesto que marca el fin de una etapa obligadamente capitalina, en la que cada una de las novelas puede leerse como una lejana extensión de la anterior, y como un tenue anuncio de la siguiente, conformando, así, un divertido triángulo alimentado y completado por la información dada a través de la página de internet: www.ricardosilvaromero.com.

Y aunque esta novela tiene unos momentos increíbles, en los que el autor se muestra como un sutil y macabro retratista de las angustias de una sociedad que yace en las puertas de un infierno que la conducirá directamente al agobio del vacío, la novela deja, como suele ocurrir en este escritor, un leve desencanto, puesto que siempre mantiene la sensación de poder dar algo más, traducido en el pedido que hace el lector de que realmente se desate de las ataduras clásicas y convencionales, o de la tenaz influencia que ejerce desde su nacimiento literario el siempre temible norteamericano Paul Auster, y de los pasos necesarios para consolidarse como la promesa que dicen que es.

Juana Villegas va a abortar en el consultorio del doctor Uricoechea a las 7:30 de la mañana de un lunes 11 de febrero, un día antes de que, en el calendario chino, comience el año del caballo.

Y parece que lo va a hacer, pero no lo hace, porque el doctor se halla en una intempestiva reunión con su hijo bachiller, y pospone la intervención para las 6:30 de esa misma tarde, en un día de una época colombiana en que el diario vivir son los atentados a torres de energía en sectores rurales, efectuados por comandos no especificados en la novela.

Por lo que la historia transcurre contando los curiosos eventos en los que la protagonista se ve envuelta, rodeada también de esa apacible inocencia marca registrada de Silva Romero, mientras la angustia y expectación da paso a un enfrentamiento con su pasado –no superado- de colegiala irreverente, al encontrarse con su mejor amiga de aquellas distantes y poco superadas épocas: Jimena, y tratando de llegar hasta el puerto en que se halla el aún gran amor de su vida, aunque ya no oficien como pareja mutua, Rodrigo Sánchez.

De hecho, cerca de los 30 años, y como decía la escritora norteamericana Gertrude Stein, es a esa edad, según el estilo de vida impuesto por Estados Unidos en Estados Unidos, cuando la persona se enfrenta definitivamente a su propio destino, Juana Villegas ha tomado, por sí sola, por primera vez en la vida, una decisión: abortar el vástago que espera de su actual novio, el mercader Bernardo Molano. Por lo que el lector es testigo de justo el día en que la protagonista Juana Villegas entra, por completo, a su propia edad adulta, sin que medie el papá, el recuerdo de la madre muerta algunos años atrás, ni la preocupación eterna por su hermano menor, ni mucho menos los personajes sombríos que no corresponden a su familia, como su ya nombrado novio, como su detestable suegra. Al final de la novela, junto a la protagonista mirando desde la ventana de su apartamento, y aunque la cita ha debido ser aplazada una vez más por culpa de un atentado, la espera para las ocho de la mañana del martes 12 de febrero, la hace una mujer diferente, más calmada, más consciente de que va a realizar un acto trascendental.

Desafortunadamente, Silva Romero no deja de ser, en palabras del cartagenero Medina Reyes, un clásico traducido a un partido de fútbol entre el Deportes Quindío y el Deportivo Pereira; y siguiendo con Efraím Medina, en el final de su novela “Sexualidad de la Pantera Rosa”, “Parece que va a llover” logra colarse en un top five local en una plantilla radial de dudoso presupuesto. Porque siempre se está esperando algo más del bogotano, y no me refiero a su humor cachaco, fino y perfecto en cuanto a retratar los miedos y confusiones de los sectores más pudientes de la capital colombiana, ni me refiero a su conocimiento literal de una ciudad que ha cambiado lo suficiente como para que se le trate de una manera diferente, menos pulsional, más cercana al sentimiento. Es la sobriedad, y quizás, los mismos modales de la clase a la que pertenece el joven escritor, que no le permite ir más allá y afrontar las delicadas sinuosidades de lo impredecible. Se nota que siempre, Silva Romero, mantiene el control sobre sus tímidos personajes, haciéndolos actuar siempre bajo los parámetros irrestrictos de una sociedad que clama por la manutención de la cordura, aunque todos yazcan a un paso de desbordarse hacia la locura. ¿Por qué no hay un acto de infidelidad entre algunos de los protagonistas? ¿Por qué el tema del aborto se trata solamente como un asunto prohibido? ¿Por qué no es capaz de dar paso seguros y atrevidos hacia esa zona oscura que todos llevamos dentro?

“Parece que va a llover” puede tomarse como un cierre de la primera trilogía que presenta el joven bogotano: la familia Villegas vivió en el edificio La Gran Vía, Juana Villegas conoció al pediatra Castillo, que murió dos años atrás en las páginas finales de su anterior título “Tic”, historia que se ata con el sector norte tradicional de una ciudad que se le puede escapar de las manos a cualquiera.

¿Será que con la historia de Lester Brown, el señor Silva R. logrará avanzar hasta ese siguiente escalón que parece detenerlo en su largo camino hacia su propio infinito literario?

Porque mientras tanto no queda más que permitir que algunos freaks, fanáticos del autor, amigos de este, o sencillamente familiares, opten, a la manera dublinesa del Bloomsday, a realizar el recorrido que detenta la novela, que parte desde la 94 con 15 y 11 horas después, termina en el mismo sitio, tras recorrer el centro, La Macarena y uno de los tantos sanandresitos distritales.

La verdad parece levitar justo en la punta de los dedos de Ricardo, quedándose dentro de ellos, prohibiéndose, a sí mismos, ¿conteniéndose? En dar ese salto que su amo no da, para estampar en la pantalla de su computador, las bondades que seguramente tendrá ocultas en alguna parte de su manía genética de contar una historia una y otra vez.


No hay comentarios: