jueves, 25 de enero de 2007

PORQUE SUEÑO, YO NO LO ESTOY

Zanahorias Voladoras
Antonio Ungar
Alfaguara. Bogotá. 2004. 163 pp.

“Y sé que ése es el final
de todo lo conocido”

Después de dos experimentales libros de cuentos: “Trece Circos Comunes” (Norma, 2000) –hilarantes historias que giran en torno a ese maravilloso espectáculo- y “De Ciertos Animales Tristes” (Norma, 2000) –donde se da una diferente clase de aproximación a la literatura colombiana desde el punto de vista de la muerte-; Antonio Ungar prosigue su propia y privada experimentación, esta vez bajo el llamado de la carrera de larga distancia, luchando durante unos cuantos años para dar con el tono adecuado para su primera novela; después de angustiosos experimentos, todos ellos fallidos, y por medio de una serie de recuerdos falsos de infancia y adolescencia, se comienza a conformar lo que sería conocida como su primera obra de largo aliento, “Zanahorias Voladoras”, la obra que cuenta la historia de un hombre que poco a poco, a una velocidad fisiológica de la luz, va enloqueciendo.

La novela, que empieza con el capítulo (0), da cuenta de una de las obsesiones del escritor colombiano: la muerte del padre, mientras era aún un niño, junto a su hermana y su madre, en una tensión perfecta, madura y regia.

Luego, cada uno de los capítulos se convierten en una muestra obligada de narrar los pasos, a veces cayendo en los angulosos espectros del detallismo exagerado, pesado y obligado, para cumplir con la cuota del mínimo de páginas que se avecinan por estos lares.

El hombre, trabajador incansable y juicioso para obtener los recursos suficientes para hundirse de una vez y por todas en el infierno, tiene siempre a su lado a una mujer que lo salva, o a una tía que muere y le deja una considerable herencia, o un padrastro que le acolita los pequeños robos que hace a su caja fuerte, por lo que no tiene reparo en viajar de Barcelona para México, y de allí regresar a Barcelona, Roma, París, Londres y Bogotá, Colombia. Como si todo fuera un juego, como si todo fuera realmente una locura. Y lo es.

No con las características que podría dar un psiquiatra, pero definitivamente algo falla dentro de ese personaje, quizás sea su afán por lograr alcanzar el final, un final que no puede ser de otra manera que mediante la muerte.

Tras dejar algunas relaciones rotas que no hacen más que destruirlo a él mucho más, en medio de uno de los barrios más peligrosos de Roma, no opta a otra cosa que hacerse a un nombre: Circo Massimo, a un amigo: Kamandil, y a un supuesto destino en el cuál por fin va a poder escribir algo que desde sus épocas de estudiante quiere llevar a cabo.

Y Ungar, después de las 163 páginas, demuestra que como novelista no lo hace mal, que no es perfecto, que no se esfuerza por hacer una obra maestra y que tiene el suficiente poder contenido como para detallar su accionar literario de aquí en adelante, ya sea para atrás o para adelante.

Porque Ungar logra cosas muy interesantes detrás de la fachada histórica de un tipo que se va enloqueciendo.

Una, por ejemplo, es que es un cuentista neto.

Porque los mejores momentos de la novela, el capítulo (0), por ejemplo, son cuentos.

O el apabullante viaje a México, lisérgico y por demás pornográfico, que también puede leerse como un cuento.

O su estadía en Bogotá, un recorrido más para el personaje mismo que para el lector, tratando de hallar una clase de respuestas en conversaciones desabridas con ex colegas de estudios universitarios.

Las cero pretensiones de este colombiano, lo hacen un invaluable representante dentro de la nueva literatura que algunos de nosotros perseguimos con ímpetu suicida, sabiendo que no vamos a encontrar la luz al final del túnel en el que se posa, desde hace treinta años, nuestra Literatura.

Y no es por medio de juegos mentales, o demostraciones filológicas, o furiosos intentos por acercarse a la erudición que se logrará encender la luz que existe en alguna parte.

La única manera en que dicha luz aparecerá, si no al final del túnel, si en medio de él, será, como una costumbre muy colombiana, por medio de una explosión que destruya el túnel mismo, y así la literatura se desate y corra por las planicies, navegue por los ríos, se hunda en los lagos y atraviese las cordilleras.

Porque el miedo, que no demuestra Ungar, que se asemeja a lo hecho por la cuestionada Carolina Sanín en su obra “Todo en otra parte” (Seix Barral, 2005) y a lo construido por Medina Reyes a lo largo de su extensa –afortunadamente- obra, es un aviso, que el mismo Ungar se atreve a profetizar, cuando dice que la generación que tendrá algo para decir, será la que en estos momentos apenas esta empezando a escribir y tardará unos diez años en publicar.

Pero hay una señal. Y desde aquí, esperamos, a que los genios de las letras nacionales, decidan que tipo de explosivo usar para que el famoso túnel vuele hecho pedazos, y algo suceda a esta clase de Literatura, cerrada, autista, costumbrista, lerda, sonsa; porque así somos.

“Zanahorias Voladoras” será un punto cruzado entre la obra de Ungar: vemos la muerte por doquier, y empezamos a oír las voces de los niños que serán los protagonistas de su siguiente título: “Las orejas del lobo” (Ediciones B, 2006), amén de una serie de lugares sagrados para la construcción narrativa y obrística de este autor, como las Torres Blancas de la capital colombiana, en este caso, quemadas y abandonadas tras un trágico suceso.

Ungar, ¿el Rey Arturo de la Literatura Colombiana?



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