jueves, 25 de enero de 2007

VESTIGIOS DE UNA CIVILIZACIÓN (“Este libro reúne los cuentos ganadores del concurso Cuento en Movimiento convocado por Transmilenio S.A. y el Institut

Cuentos en Bogotá
VV.AA. Colección libro al viento. IDCT. Abril de 2005. 118pp.

“Muchos sueñan esta ciudad pero pocos la viven”

Ramírez

“La ciudad se vive y se construye. Tomar conciencia de ello

permite no sólo conocerla sino establecer verdaderas relaciones con ella…”

Giraldo


La reunión aquí expuesta, en esta antología de circulación libre –al formar parte del programa Libro Al Viento de la alcaldía de Bogotá- convoca a diez autores seleccionados por un jurado que no dudó en catalogarlos como “voces espontáneas”, muestran a una ciudad que, como la Bogotá de inicios del siglo XXI, bien puede convertirse en el paradigma de lo que una urbe puede significar hoy en día. Porque como decía el escritor Mario Mendoza, ya no es Nueva York o París las ciudades que como faros, guiaban el destino al que el resto de ciudades perseguían, como si de meros prototipos se tratara. No, ahora el ejemplo lo dan las capitales del tercer mundo, cuyo caos transgresor vital y directo, no permite ocultar ninguna duda de lo que representa vivir como sangrientos roedores en un ligero, estrecho y tenaz espacio al que cada vez con mayor dificultad se le nombra como íntimo.

Quizás, tal como el jurado lo expone en su breve presentación, tales participantes no merezcan la aprobación de algún crítico respetable o algún editor conciente, pero estoy de acuerdo en que tales relatos son una muestra exacta de lo que significa vivir el presente en esta capital que a pesar del extreme make-up al que ha sido sometida en los últimos años, aún mantiene un esquizofrénico pasado mutable exclusivamente entre la maraña mental de sus sórdidos habitantes.

Cebús que se escapan del camión que los lleva al matadero, convirtiéndose así, en la última tabla de salvación de un universitario que piensa en quitarse la vida, al ir en pos de las reses correteándolas, en auto, por las calles estrechas del barrio popular en el que vive.

Asesinos de sus mejores amigos y únicas compañías en medio de la soledad que exhibe el fin de una relación. Amigos cuya presencia es la punta del iceberg de un oasis que cada vez permanece más hundido dentro de las inmensas arenas adornadas de esta ciudad.

Muestras rudas y tiernas, confesionales, mágicas y de algún modo ocultas de la fuerza valiente del lado femenino de esta existencia, donde con una naturalidad que eriza, se ve el valor de una emoción y la apuesta frente a un sentimiento, que por más fugaz que pueda parecer, simboliza una puerta a la libertad momentánea que se necesita para seguir con vida en estos vericuetos de cemento, asfalto y smog.

Porque la ciudad ya no es solamente una evocación. La ciudad es un bloque de realidad inmersa en un inconsciente colectivo que por más que se esfuerce en soñarla, al final obtiene el mismo resultado una y otra vez: la vieja fotografía de una selva hecha de concreto, con o sin habitantes. Resultado que sólo puede brindar unos cuantos gramos más de confusión al intento de describir una ciudad y llevar el resultado a flote, pues el sueño forma parte ínfima de un espectro geométrico con tantos lados como pobladores tiene Bogotá.

Accidentes automovilísticos que provocan accidentes emocionales y parálisis del dique de la verdad, esbozos de inconformidad en niñas de ocho años, rabia en contra de las máquinas (del sistema), pasos clandestinos que solo pueden conducir al alcohol como punto de partida para paliar una existencia bastante sobornable al dolor, robos y pandillas que desprecian, por miedo, cualquier atisbo de comunicación con el más allá (el campo del no delito), ¿pero quién es inocente en estos días, bajo estas características y en medio de este apocalipsis?

Porque esta antología es un valioso documento de quienes vivimos estas corrientes temporales lamiendo la agria piel de la ciudad, que queda para que las futuras civilizaciones den cuenta del núcleo caníbal al que sometíamos nuestras existencias por obtener un pedazo de pan, un trozo de felicidad, un espacio para conciliar un sueño que muy pronto se volvió atroz.

Porque cada palabra que se (d)escribe aquí es conocida de sobra por cada uno de nosotros:

-La inseparable soledad. Especie de refugio o guarida detectada por el enemigo. Furia. Cuervo que saca los ojos. Muchedumbre de Uno.

-La cotidiana violencia. Afán por ver dolor. Necesidad de percutir salvajemente. Actos cíclicos que conducen a ninguna parte. Mutis por la ternura.

-La angustiante oscuridad. Porque a pesar del cambio magistral que ha tenido la capital, la ciudad que aquí se lee es infinitamente manchada, como si de las alcantarillas mendozianas se tratara. Oscuridad que, entonces, aún queda como huella, recuerdo o tatuaje en sus habitantes, colonizadores inútiles de la esperanza.

Pero así mismo, se muestra algo que pasa casi desapercibido y es lo sacro. ¿Qué puede haber de sagrado en esta tierra? Por lo menos, leyendo el libro, se saca la conclusión de dos o tres cosas:

uno) las busetas como el medio de transporte más representativo de la ciudad. mucho más que los buses, que los micros y que el mismísimo Transmilenio.

dos) el centro y la Plaza De Bolívar, desde donde ven a Bogotá “siempre bella justo antes de la noche”.

tres) la libertad. Un atisbo de esperanza. Un clamor. Un mensaje enviado en una botella. Porque ya no basta un trabajo, una relación, un trato con los bajos fondos, un dolor. La libertad se ansía y se siente como si rozara la piel en medio de este sofocante caos, en este abismo.

La individualidad hizo lo que hoy es esta época. Lo curioso es que en el fondo de todos nosotros, sabemos que existe un aviso, un mensaje que implora por dar un paso más allá de lo común que nos rodea, y que por fragmentos se logra leer aquí: el señor hospitalizado que ve desde su habitación a la nada, el muchacho al quedarse esperando el bus cuando su novia le ha terminado, la chica sintiendo que una ventana de su corazón se abre justo en una ventana de un motel.

Y lo último que detallo, es el uso de la fantasía dentro de este malgastador cúmulo de realidad burda y grotesca: las brujas que se van alejando del lote baldío después de golpear a la víctima de turno. ¿No es eso una muestra de que por más ciudad, urbe, gris, cotidianidad que tenemos alrededor nuestro, necesitamos de lo mágico, de lo irreal, de lo inalcanzable, del mito? Porque el dolor de la vida a veces necesita ayudas extras para sobrellevarse, y no todos somos necesitadores de experiencias etílicas o psicotrópicas para acceder a otro estado de conciencia. A veces la misma violencia se encarga de llevar a nuevos estrados. A veces es el miedo. En algunos casos el silencio. En otros la soledad. Y de tal manera, nos volcamos en un espiral horizontal que repite letanías para que quiénes opten por su escucha, obtengan bonus para su salvación. Quizás, sí, momentánea, pero con el suficiente aliciente como para emprender otro capítulo más en este necio texto que llamamos vida.



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