ACID HOUSE
IRVINE WELSH
Editorial Anagrama. Barcelona. Marzo de 2005. 301 pp.
No estoy enterado de la posición que ocuparía Irving Welsh dentro de la pirámide de los escritores de habla inglesa, pero de seguro no estaría dentro de los primeros cincuenta.
A lo mejor me equivoco.
Pero creo, tras leer “Acid House”, que cumple un bonito papel puesto en el archivo de “objetos de culto”, en algún rincón sombrío, en algún cuarto secreto al que se llega después de varios recovecos, caminos y laberintos vencidos, y dónde también pueden encontrarse, a lo mejor, a Bukowski, a Thompson…
Escritores, todos ellos, alejados del claro paradigma tras el que va a una bestial velocidad, la academia; pero capaces de atraer, con su extraña y muchas veces imperceptible y/o confusa luz, a los lectores que no son precisamente lustrosos en la materia y que, difícilmente, han mantenido un romance apasionado, extenso y de vieja data con ese objeto llamado Libro.
“Acid House”, cronológicamente, es el título que prosigue al monumental “Trainspotting”, y el resultado no podía estar mejor.
Welsh, debo decirlo, no es precisamente un jodido genio, pero se acerca a algo que seduce 100% y hace entregarse al delirante ritmo de lectura que provoca.
E independientemente de que sea o no un buen escritor para las masas críticas, el hecho de hacer erizar la piel en algunas situaciones científicamente preconcebidas a causa del azar, lo salvan de la hoguera.
Sí Marguerite Yourcenar decía que carecemos de la distancia temporal necesaria para juzgar correctamente a los escritores (nuestros) contemporáneos, lo mismo ocurre cuando se acercar de una manera fanática a un escritor de culto a quien se sigue.
“LA ÚNICA PUTA UTILIDAD REAL DE LA BUENA LENGUA ESCOCESA”
Hay algunas críticas a las traducciones españolas por el uso indiscriminado de jerga peninsular de mediana calaña, indigerible para algunos congéneres de idioma al otro lado del Atlántico. “Soplapolla”, “Joder”, “Irse de marcha…”
Para acceder a Welsh no basta el nivel medio descendente del habla cotidiana, original y traducida. Es necesario haber estado en la laguna Estigia de la jerga y haber regresado con la cabeza entera sobre los hombros para comprender, asimilar y tomar la idea, minúscula si es el caso, sobre aquello propuesto por el escritor.
Sospecho, primero, porque Welsh trata sobre los junkies desclasados y a un paso del abismo inmodificable de la sobredosis, y segundo, porque Welsh debe hablar, cotidianamente, de esa manera tan desfachatada, deschavetada y desconsiderada. Lo que lo podría alejar de algunos…y acercar a los demás.
El encanto, entonces, de la jerga escocesa, es que debe buscar su equivalente de traducción al español, y de esta forma, ahondando dentro del pozo de la lengua de Cervantes, salen a la luz términos como Dubuti, Chachi, Tontolculo, que incluidos en medio de un cálido torrente rítmico, no hacen más que eco dentro del cúmulo de memoria que queda tras una fugaz lectura.
“YO ERA ANTITODO Y ANTITODOS”
Welsh suele ser benévolo con sus personajes.
Siempre rozan el camino junto al acantilado que no los volverá a tener en el lado de los vivos conscientes.
Trátese de alcohol, drogas ilegales no opiáceas u opiáceos, la agobiante carga que implica el vivir en un territorio que tiene todas las señales brillantes para la exclusión y las pocas oportunidades equivocadas y estáticas para quién desea diversión al máximo, los ubica en el corredor de la muerte, aunque la gran mayoría de las veces estén tan colocados, que ni cuenta de darán de lo que han hecho, pero al despertar el cuerpo tendrá el ansia fisiológica de rellenar los cubículos orgánicos que se han vaciado durante el descanso, que no tienen otra opción que buscar cómo calmar ese aullido para no enloquecer.
Algunos relatos giran en torno a la monotonía junkie: “Euroescoria”, “Stoke Newington Blues”, “La mierda de la abuelita”, “Acid House”.
Lo impactante no son las venas brotadas en plena cópula con una aguja caliente.
Lo importante, y hace que se le tenga el respeto a Welsh, es la visión que produce el panorama que el escocés provee.
El límite, pues, no es individual sino social, y más allá, el reflejo de un mundo sumido en algún tipo de locura frenética sin retorno posible.
Soledad, escabullimiento, imposibilidades, apatías, angustias, nulidad.
En los cuentos que reflejan el amor contemporáneo, la situación culminante logra encender las alarmas: “El último refugio en el Adriático”, “Al otro lado del pasillo” o “La recortada”.
Siendo la novel acorta “Un listillo”, la unión perpleja de los dos mundos. Tres, si contamos el espeluznante mundo psicótico producido tras ingerir algunos cuantos gramos de alguna sustancia pesada.
Brian, su protagonista, sin embargo, hace un recorrido del tipo épico griego, al salir o ser secuestrado de su territorio (un parque de diversiones dónde oficia como guardia) por el uso indebido de jaco, y tras permanecer en la “isla” de Londres rodeado de una patota de amigos de juerga, ser considerado un pervertido y adaptar su cuerpo a las descargas de la heroína, regresa -¿o es regresado?- a su puesto original, corregido, perdonado y aumentado. Para culminar, la historia, de esa forma manipulada por el autor en que los sentimientos son hechos expuestos a la luz de un maremoto emocional que se despliega a lo largo del cuerpo.
Brian encuentra las cartas que su madre le ha escrito, desde que se ha ido, a su padre, implorando por el contacto con sus hijos, cuando el viejo siempre había mantenido la sólida creencia de que la malvada era ella puesto que nunca quiso velar por su progenie.
“DONDE LOS DESECHOS DESEMBOCAN EN EL MAR”
En alguna propaganda de algún canal televisivo por cable, en un set que imitaba uno de esos famosos programas de grandes invitados, el moderador de turno entrevista a nada más ni nada menos que William Shakespeare. Estamos, ¡ojo!, en los tiempos que corren; y el clásico autor de todas las épocas, es un punk sucio gamberro embutido en cuero y cadenas, incapaz de proferir una sola palabra para responder a las preguntas que le inquieren.
Cada vez que trato de acercar la imagen de Welsh a mi mente, se aparece esa versión contemporánea de Shakespeare.
Y lo hace, porque Welsh podría ser esa representación del dramaturgo inglés, aunque a algunos cientos de miles de años luz de lo que representa su obra.
Y aún así, la obra de Welsh eriza la piel, hace levitar, reír, murmurar, escandalizar y repetir las lecturas, porque es un, otro, hijo de su tiempo, invadido por las extrañas circunstancias que obligan a ser lo que se es para defenderse de los embates que -¿la sociedad? ¿la humanidad? ¿Dios? ¿el destino?- nos afectan.
Welsh lo hace bien. Lo transmite, y a sus lectores los deja satisfechos. Por lo que no queda más que sumergirse dentro de los movimientos anticanónicos para obtener lo que algunas veces necesitamos: un chute de palabra puro, duro, caliente y decididamente orgánico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario