sábado, 19 de mayo de 2007

DELIRIO PERPETUO

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Gabriel García Márquez

Edición conmemorativa de la real academia española+asociación de academias de la lengua española. Colombia. Marzo de 2007. 606+CXXXVIII pp.

“Lo esencial es no perder la orientación”, dice José Arcadio Buendía al grupo de macondinos que lo acompañan en la travesía, infructuosa algún tiempo después, para dar con una salida hacia el mundo exterior.

Como casi todo dentro de esa novela, ésta escena reviste una importancia tal, que da como resultado la carátula de afán para la primera edición, ante la imposibilidad de la llegada de la encargada como original al maestro Vicente Rojo, la opción no fue otra que usar en el reemplazo, el galeón español colgando de árboles en medio de un bosque tropical alejado muchos kilómetros de cualquier orilla marina, que pasmados, hallaron los exploradores.

40 años después de publicada por primera vez, y en el año en que se centran las efemérides más inconcebibles dentro del aura específica de un mismo autor, la obra cruza cualquier atisbo de significado que se le quiera pretender dar, y sumida en las incontables lecturas que a lo largo del tiempo -que para esta altura parece no contar para nada- ha recibido, no le queda más remedio que -pocos ejemplos existen dentro de esta efervescente historia humana- transformarse, no en una nave espacial que circulará por las más variadas regiones espaciales (Bolaño dixit), sino en un planeta entero cuyas características inefables estarán brindadas, como no, por la novela en sí.

¿Y una obra de estas características merece un artículo más?

Podría, perfectamente, dejar aquí este escrito y cerrar la puerta con un digno punto final.

Y, vaya, tratando de justificarme bajo esa estúpida inventiva mía, me doy cuenta de que García Márquez es quizás, en toda la jodida historia de toda la jodida humanidad, el único científico que se ha descubierto planeta a sí mismo.

El delirio, definitivamente, no tiene final.

Lo que diré de “Cien Años De Soledad” después de su lectura, será una sola frase: es un caramelo que, después de ingerido, causa una serie de implacables explosiones de carácter interno, de corte espiritual.

Los ecos de la abundancia que se repliegan, indican que la lectura no basta, que tras el lento proceso de la ingestión de las palabras, anudadas como si de una corriente de agua se tratara, continúan su recorrido dentro de las incomprensibles llanuras de un manto abisal que tiene como límites externos el cuerpo de una persona.

Nada raro, pues, que las palabras adicción, abuso, dependencia, hagan parte de los muchos relatos hallados tras la ingesta (in)debida de esta novela.

¿Redonda? ¿Circular? ¿Espiralada?

¿Importa, esto, acaso?

Lo valioso, quieran los críticos o no, es que tras cada inmersión personal, los resultados son, precisamente, personales.

Un punto más a favor de la obra: la maleabilidad de su condición eterna.

Contrario a lo que esperaba escribir aquí, sin usar la razón en lo más mínimo, opto por la erradicación de cualquier fragmento en contra de, que pudiera surgir de repente.

Así que más de la mitad de este fugaz artículo quedará invisible.

¿Es una oda a la muerte?

¿Es un alegato antibelicista?

Sí los recuerdos mantienen al amor vivo, ¿qué se puede esperar de una familia a la que le pesa la memoria?

¿Es una burla de su autor?

Y la más importante, para mí: ¿se puede llegar a vivir dentro de esa novela?

Poética y total, amena y laberíntica, múltiple y sagaz, ardiente y evocadora.

La narración vive dentro de la palabra. No con, ni junto. Dentro.

La raíz de un cerco que tras cinco generaciones no se ha podido romper, y que, según los cánones colombianos del libro, faltan 20 años más para que un jovencito, que hoy en día roza esa segunda década, lo haga, u nos libere de un mal que nos convierte en pergaminos de la historia lateral.

Porque para hallar la salida de éste laberinto, se deben tomar medidas extremas, y no es, opción fácil, asesinando al autor (alternativa favorita de quienes viven en un océano alejado de la narrativa creativa), sino matándose a sí mismo para reencarnar “mucho después de que otras especies de animales futuros les arrebataran a los insectos el paraíso de miseria que los insectos estaban acabando de arrebatarles a los hombres”, y para ese entonces, quizás, sólo quizás, el influjo planetario de “Cien Años De Soledad” sobre cualquier escritor colombiano haya desaparecido y pueda uno, como Lector, encontrar una obra digna de sucesión, incluyendo, eso sí, un apartado especial en el que se diga que dicho autor, contrariando las épocas presentuales, será un completo anónimo, escondido bajo la arena de un planeta al que, vaya, jamás deja de darle el maravilloso sol de los Buendía.

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