LOS AMANTES DE TODOS LOS SANTOS
Juan Gabriel Vásquez
Editorial Alfaguara. Bogotá. Abril de 2001. 204 pp.
Es algo curioso e insospechado: desde que leí, por primera vez, “Los amantes de Todos los Santos”, no he podido dejar de pensar en ciertos detalles hallados entre sus páginas, y por eso, sólo por eso, voy a dedicar este espacio, una vez más, al incierto escritor bogotano.
En una de las pocas críticas escritas en torno a “Historia secreta de Costaguana” (Alfaguara, 2007), su más reciente título, el señor Quiroga no deja de quejarse por cierta crueldad, por parte del narrador de la historia, para con el lector, al forzar y encajar ciertas situaciones de un modo inverosímil, cayéndole todo el peso del reclamo, claro, al autor.
Esa, creo yo, es la razón que más me llama la atención de este pequeño libro de cuentos, y como se trata de un espacio abierto a la exhibición de ideas, pasaré a continuación a explicar por qué.
El cuento que da el título al libro, muestra una situación terminal relacional entre una pareja joven que, sencillamente, ya no tienen nada más que brindarse el uno a la otra. Michelle y su esposo van de cacería esa mañana y tras un suceso infortunado en el que le han disparado a un faisán dejándolo herido sin poder recuperar su cuerpo, ella le exige a él que, cerca de la medianoche, salga a buscar al animal herido para constatar que ha dejado de sufrir o ayudarlo a terminar con el dolor. Él toma las llaves del carro y termina comiendo salchichas en un restaurante que queda sobre la carretera secundaria por la que ha estado conduciendo y se encuentra con Zoé, la exótica dependiente que le toma el pedido y quien, tras un confuso suceso, en el que unos camioneros pueden convertirse en repetidos violadores de la temblorosa chica, le pide al esposo de Michelle que la acompañe a su casa que queda a pocos pasos de allí, después de haber cerrado, más temprano que de costumbre, el restaurante. El joven esposo se emociona al saber que va a ser la “primera vez que hará el amor con una chica con una joya en su nariz”, pero pronto, y ahí es que me gana la emoción, todo se torna en una confesión de absurda soledad y de amor irrecuperable, ya que Zoé se siente tan desubicada dentro de su propia casa frente a la inesperada visita que ha decidido llevar allí, porque el único hombre que ha pisado tal hogar, ha sido su esposo, muerto un par de años atrás en un accidente de aviación experimental. Lo que ella pretende es, sencillamente, que su invitado pase la noche con ella, ofreciéndole el cuerpo como recuerdo de alguien que alguna vez, no hace mucho, estuvo junto a ella en una relación de insospechada intensidad, “¿Le puedo pedir que pase la noche conmigo? Sólo que se quede aquí, sin hacer nada, no estoy pidiendo nada más y no quiero nada más. ¿Puedo pedirle eso y usted va a respetarlo?” a lo que el esposo de Michelle, derrotado, accede.
No voy a seguir contando la historia, ya que una de las razones por las que me expongo en público, es para llevarlos, en lo posible, sanos y salvos hacia las orillas de la lectura.
Quizás, sin haber leído aún “…Costaguana”, algo así es a lo que se refiere la queja del señor Quiroga para con Vásquez.
“Los amantes de Todos los Santos” está plagado de ese tipo de ejemplos.
Instantes verídicos o confrontables que ayudan a darle giros inesperados y poco conocidos a las diferentes historias de apabullante soledad que circulan por entre sus 200 páginas.
Vásquez, en un intento extremo por ubicar el punto exacto para retomar alguna historia desarrollada en Colombia, su país natal, llega a ambientar cinco historias que, quizás con un poco de imaginación y artificio –esta vez por parte del lector- puedan ligarse entre sí, puesto que el escenario no es otro que las Ardenas belgas, sitio en el que vivió por un tiempo antes de estabilizarse en su (casi) permanente Barcelona.
La sutil intromisión del paisaje en cada uno de los fragmentos del título, no sólo permiten visualizar el ambiente en el que se llevan a cabo las historias, sino que también logra hacer entender algunas de las situaciones desarrolladas en ellos.
Por primera vez en mucho tiempo no es el vacío el que campea instintivamente por las páginas de la narrativa reciente colombiana, sino que el foco no es otro que la extensa soledad que se respira en cada uno de los personajes que pueblan el mundo de Vásquez. “Nunca había mirado a la soledad tan de cerca. Era como si en ese instante alguien me revelara las reglas del juego.”
Sara Michaud, cuyo asesinato de su prometido la lleva la borde de la locura y sólo con la venganza de su muerte cometida por su hermana, logra estabilizar su destino. El punto exacto en que se llevan a cabo los detalles, son los años de prisión de su hermana, en los que ella cambia el mapa real de la casa que, mentalmente, mantiene con vida a la asesina.
Charlotte Lemoine y su amante de décadas atrás Xavier Moré, cuya relación ha permanecido en una especie de hibernación a lo largo de los años que se han seguido frecuentando, esta vez, como simples compañeros de una afición común: la caza. El esposo de Charlotte, Georges, supo del asunto en su momento, y ha sabido llevar adelante el recuerdo; pero instantes antes de que Xavier, quien nunca ha dejado de estar enamorado de Charlotte, se suicide, se lo confiesa a Georges quien debe vivir de ahora en adelante con ese infausto fantasma en el medio de una relación que ya no convoca las fuerzas para salir indemne de tal ataque inesperado, ya que Charlotte, de una u otra forma, aún conserva ese cariño inmortal por quien hace tanto tiempo estuvo como huésped de su ardor. “Lo que había visto en los ojos de Charlotte no era nostalgia; no era nada inmediato, nada presente; era apenas la memoria de un amorío. Pero lo perturbaba, quizás por lo que esa nostalgia podía iluminar.”
Agatha, la veterinaria que atiende las caballerizas del recién fallecido mejor jinete que ha existido en décadas y cuyo hijo, Oliveira, desafiante y preocupado por no seguir el mismo camino exitoso que su padre, decide renunciar a la herencia y partir hacia una nueva existencia, totalmente desconocida, lo logra al flirtear con esa mujer algunos años mayor que él, y que llega hasta el borde de hacerle creer que pueden llevar una vida juntos. Aún cuando él ha sabido entender el delicado duelo por el que ella pasa desde hace unos cuantos años cuando su hija murió en un extraño rito místico.
Cada uno de estos personajes, tan disímiles pero tan cortados con la misma tijera son, a mi modo de leer, la clave para adentrarse a esas sinuosidades que son obra y producto nada más que del autor, conduciendo la narración hacia ese centro que sólo él puede proveer, sin que en ningún momento se le salga la narración de las manos, en un gesto, vaya, bastante varonil, algo que ya lo habíamos descubierto en las otras obras leídas del bogotano.
Pero lo más extraordinario de todo, es que por más que trate de repetir, en este ligero espacio, los asuntos que más me llaman la atención, no logro sacármelos de la cabeza, y repito una y otra vez esas figuras entrando en mi mente, y repitiendo sus gestos, ¿inmortales?, hasta llegar a una suerte de descanso dentro del paroxismo.
¿Por qué algunos de ellos se suicidan?
¿Es tan maligno el amor como para que el ser humano enloquezca de tal forma terminal?
“¿Los hombres se mataban en verdad por amor, y además por amores viejos?(..) Era increíble lo que la frustración del amor podía hacerle a un hombre.”
¿Qué quiso significar Vásquez con esa puesta en escena tan desértica, emocionalmente hablando, pero con una riqueza inagotable en cuanto a las muestras de la voluntad humana que se riegan por doquier?
No me queda más que entregarme una vez más a otra lectura de este tomo y deleitarme con esos momentos que sirven, vaya coincidencia, como una forma de cacería de esos instantes, Borges dixit, en los que la persona sabe para siempre lo que va a ser. A pesar de que muchos de esos instantes sean caminos directos a una muerte no del todo recomendable, pero que, implica cierto descanso físico de la víctima de turno. ¿O será que los habitantes del universo de Vásquez son mártires utilizados por un sigiloso narrador que no tiene ningún reparo en sacrificarlos, tanto a ellos –invisibles-, como a los lectores –reales-?
“Los amantes no están hechos para meditar sobre las consecuencias de sus propios actos”, pero el autor sí, y tal vez ahí radique alguna de las razones que tanto enfurecen al señor Quiroga, pero que para otros, resulta sumamente atractivo.
No busco una conclusión. Ya he confesado que dejo este caso abierto, lo que en nuestra jerga significa relectura.
Pero dejo dos señales para ese (próximo) futuro encuentro:
El primero tiene que ver con el manejo del tiempo en esta obra: “Ahora esos episodios se volvían actuales, con esa propiedad terrible que tiene el pasado de no pasar, de quedarse aquí, y acompañarnos.”
Y el segundo, inevitablemente, se refiere al amor: “(..)aquello de lo que tanto le habían hablado en términos abstractos o en imágenes cursis, podía ser esto tan sencillo: Agatha huyendo y la voluntad de no impedir su huida.”
Pero es el momento de cerrar este capítulo y permitir que sea la distancia la que indique el correctivo a tratar. Y esa misma distancia será la encargada de anunciar la siguiente aparición de este inaudito escritor contemporáneo colombiano en estas mismas regiones virtuales del culto malévolo y cada vez más prohibido de la lectura.
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