Luis Fernando Charry
Villegas Editores. Bogotá. Marzo de 2006. 93 pp.
Se supone, y eso sólo lo puede saber en este momento el autor, que este libro es el canto de cisne de la primera etapa pública del Charry narrador.
Tras la confusa “Alford” (Planeta, 2002) y la menos desafortunada y hasta entretenida “Los niños suicidas” (Villegas, 2004), Charry se lanza a presagiar la andanada de cuentistas que, entonces, empezarían a publicar como si estuvieran corriendo en pos de alguna meta bendita.
Recuérdese que se trata de los comienzos de 2006 y según el propio autor -1976- se trata de cuentos escritos entre sus 20 y 26 años. Ustedes hagan la cuenta.
Debo confesar que existió un motivo contradictorio aquí, antes de largarme a devorar el pequeño tomo. Conocí a Charry por razones familiares –alguna vez entré a una conferencia dictada por el nieto creyendo que era dirigida por el abuelo- y empecé a seguirle la pista a un escritor en ciernes con la furia precisa para castigar cualquier asomo de colombianidad, a veces, con su justa dosis de merecimiento.
Entonces llegué a la primera novela y luego a la segunda. Fue así. Cronológicamente ordenado. Algunos cuentos o algunas reseñas o quizás algunas aproximaciones a una ciudad europea en la soledad tibia del crudo otoño o diferentes maneras de practicar ejercicios públicos de calentamiento en las revistas del corazón desnudo de este pobre país. Tenía sus momentos, y tenía un sinsentido que, vaya rabia, provocaba risas. O por lo menos a mi me las provocaba.
Pero como suele suceder con algunos escritores de mayor ambición -Charry es casi una única burla a sí mismo como ejecutor de la prosa ordenada y eso lo hace aún más interesante- el juego empezó a cansarme. Fue así como en el momento del brindis por la salida de este libro –seguramente se habrá ganado algún premio de edición en algún Estado de
A veces la distancia es la mejor consejera, y vaya que aquí esa fórmula dio resultado.
Cinco cuentos. Nada más. Suficiente con eso.
¿Para qué perder el tiempo con escrituras que desgastan los ánimos? Novelas y esas pendejadas que tanto gustan a los editores de casas grandes. Páginas & páginas que van convenciendo a medida que pasa el tiempo lector, pero que segundos después de cruzar la conclusión algo se pierde en la reserva de la memoria.
A veces, lo reconozco, me excedo en alabanzas. Soy humano y cometo algunos errores.
Pero pensando con un poco de cabeza fría, mi doctrina es exclusivamente paternal, y todo lo hago por compasión. Sé que ser escritor es duro, y así como a algunos hay que darles con el rejo de la desazón, a otros simplemente se les debe agradecer por el momento de intimidad que donaron para alguna causa sin especificar.
Y sí me atrevo a hablar públicamente de esto aquí en este espacio, a costa del bueno de Charry, ¿qué reacción tendré que empezar a explicar tras esta lectura?
Quizás la primera conclusión apresurada es que no le creo a Charry cuando confiesa que los cuentos fueron escritos entre los 20 y 26 años de edad.
O bueno, tal vez. Digamos que sí. Pero también dejémosle un espacio a la duda, porque la reacomodación o la reescritura o la corrección hicieron de las suyas. O la respuesta que estaba pensando desde el inicio es que la labor cuentística del bogotano es mucho más valedera que la de novelista. Y sí es así, ¿en dónde queda la ética editorial que nos pande de cúnico a quienes vivimos lejos de esa aldea de consentidos errados?
Algo ha sucedido siempre en
Los mismos Villegas, Panamericana, Arango y hasta Ediciones B se lanzaron a conquistar un espacio que parecía vetado olvidado o sencillamente ignorado por la pereza que da el estar en un rincón al que hay que hacer un cierto tratamiento sin ayuda de la máquina, es decir, es el pulso entre uno mismo y su más cercano yo.
¿Cuántos escritores guardan en su más preciado fuero interno esa inconfesable verdad de que les gusta escribir cuentos pero que temen el vil rechazo editorial al momento de exponer su caso frente a sus más inmediatos contactos para con
Aquí, regresando al redil, Charry muta –parcialmente- en Marcelo Silva, un elegante aspirante a poeta cuya vocación oculta sabiamente a su abuelo, protagonizando dos de los directos cuentos, y apareciendo sombriamente en otro. Lo que lo hace mayoría. Los otros dos cuentos, uno cercano a un experimento abstracto y el otro el grueso que le da el título al libro, son marcados por la voz femenina.
¿Pero qué fue lo que me gustó de estos relatos tan distantes de sus novelas?
Tal vez la necesidad de condensar un sentimiento o una emoción. La imposibilidad de dispersarse. Y esa carga venenosa charryana que lo mancha todo, que alcanza para todo, como si de un anillo –infinito- se tratara.
“Los niños suicidas” estuvo –parcialmente- ambientado en la costa atlántica, y aquí hay relatos que se funden en la playa entre un atardecer, algunas copas, un castillo derruido por el oleaje y el recuerdo imborrable de alguna muerte demasiado cercana como para pretender repetirla.
Charry no teme adentrarse en la provincia, y eso resulta sospechoso.
Desde Londres, por ejemplo, y descontando las peripecias que como latino –no digamos como colombiano- tiene que esquivar para sobrevivir, no tiene problema en mezclarla con Melgar o Girardot, y lo más asombroso es que le sale natural, como si fuese verdad. Bueno, posiblemente fue verdad. Y nada tiene de raro:
“Ole, Marcelo, una última preguntica: ¿usted me hubiera hablado si nos hubiéramos conocido en Bogotá?
Le dije que no.
Yo tampoco, dijo, pero no estamos en Bogotá.
Luego dijo que yo le caía bien, que le gustaban los varones sinceros y me dio la mano.”
Y quizás, también, la nostalgia, a un paso de ser tomada como melancolía.
Porque aunque son pocos los años que carga Charry sobre sí, su espíritu parece tomar u optar por otra dirección.
Pero de ello no podemos culpar a nadie, excepto al destino que lo puso en esta fecha, en esta lejanía con sus pares reales, en este estado gaseoso o risible.
Y Charry, vaya, no opta por lo caduco. Lee bien el presente, lo toma por un costado y lo acuesta en alguna extraña mesa que simula ser un altar de sacrificio, pero que es simplemente un conato de examinación para cerciorarse de que la locura no reside en tal cuerpo.
O bueno, al culminar el último texto podríamos dudar.
Y aunque al principio tuve ciertos problemas con la voz en primera persona, pronto entendí sus razones y la sentí a mi lado, porque esa voz tan sugestiva y tierna cargaba hasta el aliento a eucalipto aunque jamás lo nombrara en esas cuantas páginas.
La sangre ya quedó sobre el escritorio.
El sacrificio ya fue ejecutado y la víctima, la que menos creía.
“Esto no quiere decir(..) que no haya ciertos incautos que vean viable la novela negra en una país como Colombia..”
Charry, quizás, cierra un ciclo para entrar en ese otro donde pueda, sin temor de ninguna clase, empezar a recorrer los caminos sembrados por su abuelo real y no temer el rechazo por aquello que debe recoger.
Aquí hay burla, hay mucha burla, pero también hay unos pequeñísimos destellos, esta vez más reales, de aquello que puede llegar a ser.
Porque para recorrer algunos caminos se necesita la intuición.
Y, aquí o allá, puede resultar mal vista.
Pero es parte del a ecuación o del juego peligroso que nos atrevemos a jugar.
El riesgo…
El confesarse capaz de cerrar una puerta, para abrir otra, es un reconocimiento de un valor terrible, que roza lo demoníaco.
Tal vez la clave reside ahí. En que el saberse dueño de su destino, lo hace hacer algo grande. Y sorprendente. Aunque quedemos en medio de una extraña fuerza estática y con un cierto ruido blanco en el fondo de una pantalla que –sabemos- puede seguir contando, corto o largo, versado o prosado, pero contando, que es al fin & al cabo, la labor de alguien que se precie de llamarse escritor.
¿No?
1 comentario:
Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"
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