SIETE MINUTOS DE DESASOSIEGO
Eduardo Halfón
Panamericana Editorial. Bogotá. Agosto de 2007. 190 pp.
Lo primero que se puede decir -¿se tiene?- es que Halfon surfea con una calma antigua semiautomática por sobre el impredecible oleaje de las palabras que marcan a su generación.
No es un arriesgado que marcha a muchos pies sobre las cabezas de sus contemporáneos (Bisama, por ejemplo) y más bien se atiene a los consejos que un Neruda o un Rulfo podrían brindarle.
Todo contenido, todo a su debido impulso seminal. La semilla no cae más allá, pero tampoco tiene por qué sufrir por quedar por fuera de la fiesta.
El escritor como testigo obligado de su tiempo, aunque pretenda por muchos medios de negarlo.
Y frente a la abúlica realidad, no queda más que empezar a caminar en la reversa de las palabras.
Esos ecos presentuales que tanto identifican, o tanto dicen de lo vivido sean en Guatemala, México, Argentina o Colombia.
Ya se ha dicho muchas veces: los temas literarios se cuentan con una sola mano.
La soledad, la vejez, la iniciación sexual o sus consecuencias posteriores, ese amor a los veinte años que bien vale un matrimonio, confesiones en lugares inesperados o escoger narrar -¿vivir?- el lado oscuro.
La lucha se da entre la agonía de un mundo que suspira a punto de estallar y una terrible y esquiva belleza que se sigue ofreciendo a pesar de todo el vacío que ondea sobre estas coordenadas.
Y sin embargo, la tierra llama.
Contrariando algunos acuerdos tácitos, Halfon se introduce de cuerpo entero en la selva de Petén, organizando una pequeña plaquette de relatos que encajan a la perfección en un solo título que simula un final. Nadie respira y el universo estático mira por una cerradura que es a la vez su propio ojo mágico infinito.
Sí nadie esta viendo al escritor frente a la hoja que va acumulando frases y frases como esbozos fractales de una lejana brisa, ¿cómo suena cada palabra estampada sobre esa alguna vez limpia superficie?
Muchos son, entonces, los caminos que se conjugan en Halfon.
Y después, la mirada sentada por parte del lector.
Ciudad quieta o de memoria que simplemente estalla y atraviesa las paredes del olvido o del dolor; selva misteriosa que conserva las voces de los profetas que ya nadie atiende.
La sorpresa no sólo radica en que este gesto es perfectamente creíble, sino que gravita inevitablemente sobre su eje nativo.
¿Es el escritor el que escoge sus temas o son estos quiénes doblegan el alma del encargado de traducir la realidad?
Ese desasosiego –o el resultado tras sumergirse en algunos cuentos- es la demostración de que con mucho ruido –o muchas voces al unísono intentando comunicarse- finalmente es el silencio el que se convertirá en el oro del futuro.
La tercera piedra desde el sol pronto se mudará de afán, y los arqueólogos alienígenas que aterrizarán en un inimaginable futuro verán las cosas en las casas tal como se dejaron. Y tampoco entenderán lo que sucedió, o por qué pasó lo que nadie logra comprender lo que pasó.
Entonces en algún punto secreto de la galaxia, la bandera de la desazón ondeará, aunque no exista nadie para rendirle un tribvto, por más pequeño que sea.
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Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"
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