EL AMANECER DE UN MARIDO
Héctor Abad Faciolince
Seix Barral. Bogotá. Octubre de 2008. 225 pp.
No se puede ser indiferente a este libro. De una u otra forma, quien lee se ve reflejado ahí. El presente directo. El tiempo intervenido o el líquido colado que cae limpio de sus ecos sólidos.
Con una excusa posible puesta en medio de las relaciones matrimoniales, perfectamente establecidas o angustiosamente sólidas, las fracciones de historia –presas cazadas con flechas justamente temporales- muestran inequívocamente el desprendimiento de algo que alguna vez –los protagonistas- llamaron amor.
Las huellas que deja la bestia una vez herida, esas runas actuales, son lo que leemos, es decir, lo que queda después de toda una vida cruzada entre dos personas que olvidaron la independencia.
Y ahí radica la proteína de Abad. En capturar una angustia y no añadirle nada más. Ni humor, ni compasión, ni pedazos de teoría complementaria. Aunque su compañía late en cada renglón. Una furia convertida en zoom.
Y claro, la experiencia de vida del autor.
El –ahora- fenómeno Abad Faciolince comenzó a dar sus primeros pasos por el ya lejano 1991 con un libro de cuentos titulado “Malos pensamientos”, pero no sería con su primera novela: “Asuntos de un hidalgo disoluto”, de 1994 cuando se estableció como una figura a seguir en el lento panorama de las letras escritas en Colombia.
Y revisando esos primeros artículos que daban cuenta del surgimiento de tal o cual libro, no puedo menos que sorprenderme y preguntar cómo o por qué.
Pero muchas veces el misterio es quien sazona todo lo posible.
La mayoría de cuentos sobrevuelan, ya lo dije, el tema de las parejas. Y en ninguna hay algo seguro. La duda prevalece estando juntos en la misma cama, alejados por miles de kilómetros o descubiertos en dos planos diferentes de la existencia. Infidelidad, desapego, monotonía, carencia de pasión, la muerte o el olvido, o el anuncio de cruzar antes la frontera para sobrevivir a un dolor que próximamente se convertirá en fuego y se debe evitar a toda costa.
Pero hay otra clase de parejas que Abad ha trabajado al o largo de su obra: la relación entre un estrecho hijo, adulto o ya muy mayor, y su madre, o su santa madrecita.
Las ventajas que tiene el vivir con la mamá lo ha explicado en el libro “Palabras sueltas”, y aquí los giros que da la vida –o el cuento- demuestran dos sendas opuestas en medio de un laberinto emocional: vuelve a aparecer la muerte o la salvación eterna, todavía en vida.
Y a veces, como por las esquinas, la soledad de los caminantes de fondo: visitas desesperadas a los lugares ocupados 20 años atrás, o emancipaciones somatizadas al saber que las primeras parejas absolutas o sexuales se casan por allá lejos, o esa ternura despertada por una sensual mujer solitaria que parece necesitar de la ayuda de un caballero, o la decisión de vida de una chica que ha sido abusada.
Sin embargo, lo más crudo reside cuando se mira directamente al tablero de ajedrez de lo real y palpable, eso que todos conocemos como sobrevivencia. La novena a Gilberto Echeverri Mejía, y esa suerte de desesperado testamento que es “Mientras tanto”, el texto que cierra el libro, pero que no lo concluye.
Ya se sabe, una cosa es el columnista, otra el novelista, otra el ensayista, añadimos al periodista y esta, finalmente, el cuentista. ¿Qué los caracteriza a todos ellos?
Un afán por alcanzar a tocar la verdad, o cierta clase de ella.
En un país en que la mentira es una parte del escudo nacional, sagrado para los creyentes, los ateos necesitan tocar algo diferente. Y evitar los clichés no es muy buena idea que digamos.
A veces suele percibirse en el aire, como gotas invisibles de rocío que son recibidas con la lentitud de la piel. Extractos de polen visual. Después queda la sensación y cierta picazón incómoda que obliga al gesto de pararse frente al mundo, al universo si es posible.
Así no queda tan fácil caer. Quizás que lo identifiquen, pero las raíces se adentran en una extraña colectividad que ilumina.
Y justo al lado, un odio. Una rabia natural, aparentemente perpetua, agitada con muchas razones o con un gran peso encima.
El escritor sólo muestra, es lo que le encarga su historia personal. No revela o no soluciona. Sería injusto con todo el resto de la humanidad.
En mostrar reside su potencial. Compartir, quizás. ¿Pero es justo?
Las advertencias nunca sobran. Y a Vargas Vila le gustaba contar el número de personas suicidadas por culpa de sus novelas.
¿Qué será de Abad Faciolince en 75 años?
Después permanece el olvido. Esa lucha por descifrar minúsculas sombras. Atrapar algo, o rescatar. Conservar. Convertir.
En momentos en que la adolescencia de nuestra literatura empieza a cruzar otra frontera que la madura más y más, el autor invitado a este banquillo el día de hoy no asoma sólo su cabeza sino que entra con una pisada acompañada de la mirada de varios espíritus, como –tal vez- no se había visto por aquí hacia mucho tiempo.
No importa que haya sicarios, tormentos, venganzas, envenenamientos, parcerismo, pero es otra clase de dignidad la que queda. La del testigo mudo que después procesa y muestra su versión –ya tibia- de los hechos. Cuando la marea baja indica que al parecer no hay ya peligro.
Y de ahí, de esa llanura tranquila no queda más que una invisible línea en el horizonte que pronostica ese futuro que debe llegar cuando menos se sospeche, porque las coordenadas de la verdad agitan las cuerdas que sostienen con sospecha las manos y al comenzar el agite de dedos se volcará un nuevo capítulo de esta sobresaliente historia, para gusto de quienes suelen pescar debajo de ese puente que tanto se mueve para lado y lado como el recuerdo de una barca que alguna vez lo fue.
1 comentario:
Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"
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