sábado, 16 de mayo de 2009

LA LLAMA ARDE EN MÍ

OBRAS DE MAMPOSTERÍA
Nelson Romero Guzmán
Alcaldía Mayor de Bogotá, Secretaría Distrital de Cultura Recreación y Deporte, Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Bogotá. Abril de 2008. 56 pp.

Resulta edificante, por no decir tranquilizador, el estado actual de la poesía colombiana.
Siempre sometida a burlas, desmanes, robos, olvidos a propósito, las excusas para no leerla siempre se justifica y se eleva como si de una bandera se tratara.
Las dos más recientes antologías no colombianas: “Antología de la poesía colombiana 1958-2008” (El perro y la rana, 2008. Venezuela vía Iván Beltrán) y “Muestra de poesía joven colombiana” (Posdata, 2009. México vía Iván Trejo), no hacen más que demostrar que, voz a voz, los sistemas tradicionales de comunicación siguen estando vivos y llegan a ser tan necesarios como cualquier otra clase de velocidad.
Lo curioso es que la abundancia de árboles que no dejan ver el bosque hacen que lo no conocido se vierta dentro de los cánones de la ignorancia y de ahí al olvido hay un solo paso o una pequeñísima distancia como si se tratara de un parpadeo del ojo.
Si bien Nelson Romero no se presenta en los casos mencionados anteriormente, no quiere decir que se tenga que enviar a picar piedra.

La geografía poética colombiana se divide en tres capítulos: los copiosos o abundantes, como (Don) León de Greiff o Giovanni Quessep; los contenidos o austeros, como Charry Lara o Aurelio Arturo –posiblemente el canon poético colombiano del siglo XX; y los marginales, que bien podrían ser todos los demás, pero me referiré básicamente a dos o tres nombres que son capaces de sortear los difíciles obstáculos del gusto: Felipe García Quintero, Jorge Cadavid y Nelson Romero Guzmán.
La característica de estos tres vatos no sólo radica en el buen número de libros de poesía publicados por cada uno y editados de las formas más variadas e inverosímiles, sino que los tres se presentan desde una diáspora nacional por no decir natural: Popayán, Cúcuta y Ataco son sus lugares de origen y desde allí apuntan sus armas para presagiar un presente que se antoja desde ya futuro.

“Obras de mampostería” es el séptimo título del tolimense, e invoca su cuarto premio literario. Una obra pequeña, dividida en tres capítulos que –sin títulos- deja que sea el lector el que se hunda por los vericuetos de lo que semeja un paisaje fabricado con palabras suaves, melodiosas y bastante naturales, lo que lo hace uno de los más completos tomos de los que se tenga noticia en el capítulo Romero.
La condición orgánica de la poesía es lo que la hace vivaz. Si Cadavid opta por mirar al cielo para alcanzar una historia, Romero Guzmán se permite mirar detrás del paisaje, tratando de buscar un elemento que lo convenza de que vale la pena seguir en pie. Y no sólo lo haya, sino que tiene que darse el lujo de escoger y descifrar los enigmas presentados en la labor elegida.
A ambos, también, los une un infatigable deseo de entomología. A//Narcolepsia, la banda crust de Caracas, Venezuela, posee un lema imbatible: “abajo los líderes/arriba los insectos”, lo que vuelve a llamar la atención sobre los requisitos exigidos para pertenecer al momento cumbre de una verdad actual que necesariamente estará obligada a persistir en contravía de los mandatos malditos de la guerra que se vive en el mundillo de las letras, casas editoriales, agentes literarios, notas de prensa, blogs licuefácticos y demás elementos verdaderos o falsos de la ecuación que se viene adelantando.

Enfocarse en un centro de la orilla. Masticar algunas raíces hechiceras. Escuchar las voces y dejarse conducir por ellas sin perder un ápice de lo íntimo. Alcanzar las luces desde diferentes flancos. Alimentar el presente. Respetar una que otra vida para alimentarse más adelante. Persuadir al enemigo para endilgarle las palabras que sobran. Desnudarse en forma ritual. Cruzar el umbral simple de la letra o el vocablo. Fundirse en un infinito pequeño para alcanzar uno más grande. Ser la sombra de la lagartija que es la que finalmente se lanza a crear el poema. Cazar. Olvidar. Y nuevamente emerger como un ser distinto, algo más fuerte, para ser capaz de desaparecer detrás de los vestigios de una obra que permanecerá hasta que el tiempo diga basta.

A eso se refiere Nelson, el amigo de la casa que a la manera de Pedro Manrique Figueroa toca a la puerta diciendo “la obra soy yo” o con una profundo desconsuelo habla “sin escribir escribo”, y después, en el más absoluto silencio anónimo, vuelve a desaparecer tras un paisaje, una puerta, alguna piedra y su forma eterna, para –cazador de luz o receptor de la misma- más adelante surgir con otra forma de escalón que seguramente nos conducirá un paso más cercano al futuro.

1 comentario:

Horgen M'Intosh dijo...

Publicado originalmente en "El Cotidiano", en la columna "Lector Ritual"