sábado, 8 de enero de 2011

PALABRAS COMO UNA ESCOPETA RECORTADA

PONQUÉ Y OTROS CUENTOS

Carolina Sanín

La otra orilla. Bogotá. Diciembre de 2010. 126 pp.


“Before you run away from me”


Resulta hilarante y reconfortante empezar el año con otra magnífica obra editada recientemente en nuestro apelmazado y pasional país. Zona geográfica bárbara y bastante confusa, de la que –en veces- es mejor escapar.

Cual Rey Midas de la basura, todo lo que toca se vuelve corrupto, insano, malsano y destinado a la desaparición de la manera más abyecta posible.

Nuestro símbolo parece ser ese dichoso ritual.

Y como en la época de Mito o de Eco, y como escritores poetas o ensayistas como Baldomero Sanín Cano –bisabuelo de la aquí presente-, Hernando Valencia Goelkel, Ernesto Volkening, Jorge Gaitán Durán, Álvaro Mutis o Helena Araujo, Carolina escapa –o así parece hacerlo, corriendo cuál Alicia de 38 años de edad- a esa sutil maldición.

¿Hemos de ser justos con la realidad? ¿Hemos de ablandarnos ante la Colombia que nos ve cruzar tiempos y destinos? ¿Hemos de jugar a “1984”? ¿Ya todos derrotados y sin ningún lucro de afán por alguna verdad? ¿Pero cuál verdad? ¿Cuál de todas las verdades? ¿Las confesables? ¿Las oficiales? ¿Las de purita purita verdad? ¿Las que permanecerán ocultas hasta el fin del recuerdo?


Sin cansarnos de la narrativa carrusel de la bogotana, y quizás aburriendo a nuestros lectores al repasar una y otra columna que la escritora propone ya sea desde El Espectador o bien desde Arcadia, las coincidencias al exigir el atrevimiento de un editor capacitado para reunir la ringlera de cuentos dispersos y regados por una multitud de reuniones o de revistas, se dio. Y no quedaba más –ya ni nos asombramos ante dichas prácticas hechiceras- que aguardar a la posibilidad de hacernos a una copia del volumen.


Entonces, la ciudad se engalanaba con sus mejores trajes de navidad, el crudo invierno hacía de las suyas y en la librería Lerner del Norte se reunía la crema y nata del estado medio de la literatura colombiana contemporánea. (No, no me voy a poner a citar aquí nombres y nombres que seguramente ya ustedes se imaginarán: De Seix-Barral, de Planeta, de La Otra Orilla, de algunas editoriales universitarias, de Anagrama, …, la verdad es que tampoco es para echar la casa por la ventana porque todos –y con todos digo absolutamente todos- parecen cortados con la misma tijera: bendecidos por la crítica, regados con la mano suave de alguna revista admirada, consagrados antes de los 30 años por las notas de farándula de la tele, escogidos como el porvenir cuando apenas sobrepasan la tercera década, y la más curiosa o la que me llama más la atención –fue a Junot Díaz a quien se la oí- todos tan blanquitos, todos “como si pertenecieran al equipo de volley suizo”.


Si algo le agradezco a Carolina, es su manera de componer. A ratos absurda, a ratos inocente, muchas veces insignificante, a veces como si fuese música concreta tocada con instrumentos convencionales, algunas veces al revés, otras de noche en medio de un páramo y con la llanta pinchada y sin gato: pero vaya cielo tan estrellado el que se posa sobre nuestras cabezas.


¿Se sigue hablando de literatura colombiana hoy en día?

Parece que sí.

Títulos reemplazados uno tras otro, y autores que rompen con la familiaridad de los héroes de turno de un década que ya pasó y la siguiente que se avecina y, sobra decirlo, traerá sus apuestas, sus riesgos, sus fracasos y sus ocultamientos.

-Aquí entre nos, el profesor Manuel Hernández, profesor de la homenajeada, en una conferencia reciente había señalado a “¡Caviativá!” como una novela a tener en cuenta en el más futurista presente de un porvenir que se antoja “poco leído”. El profesor venía hablando del Nicolás Suescún de finales de los 70, ósea que se saltó tres décadas de taquito-


De entrada, la carátula, una fotografía de Manuel Kalmanovitz, en NYC, de un camión cubierto por la nieve, simulando un ponqué.

Luego, al cruzar la esfera, “Una hoja escrita”, sobre un viaje en colectivo tomado en el centro de Bogotá, camino al muelle, ¿pero cuál de todos?

Después, “El récord”, por esa irrealidad nebulosa trifásica, el aviso de las relaciones de pareja –“Ellos dos”, “Los ombligos”- en la asfixia sentimental del siglo XXI.

Y por último, tanto “Carolina en su funeral” –la muerte cercana mientras se reflexiona sobre un puesto, uno solo en el devenir de la vida- y “Ponqué” –y el sugestivo juego temporal, bíblico, generacional, que emociona como si de geometría hablásemos-:


“Se metió en la boca el sexo de su huésped y, mientras chupaba, se concentró en interpretar la extensión de su carne.

Supuso que cada centímetro del sexo del escultor era un año que ella y él pasaban juntos. Al tercer año tenían un hijo y le ponían José. Luego nacían los hermanos de José, uno por año, y los llamaban Rubén, Judá, Simeón, Leví, Aser, Zabulón, Isacar, Dina, Dan, Gad y Neftalí. Tras el nacimiento de Neftalí, la vela del escultor perdió la mayoría de sus centímetros, sus años. Miriam se tragó la semilla y la cera del cirio que llevaba el primer día en que se comió del cuerpo del rey de los judíos. Luego, tuvo que sumar un tramo imaginario de prepucio para que naciera el último de sus hijos, Benjamín.”


Ahora que poco o nada importa ya algo, recuerdo la algarabía que se formó por le cuento de Antonio García que le daba nombre al libro que publicó en 2010, y que sus amigos –los críticos de ciertas publicaciones, oh coincidencia- llamaban nouvelle, redonda y perfecta como si de un culo de actriz pornográfica se tratara.

“Ponqué” es una actriz pornográfica completa, una a la que le hemos seguido el rastro desde ha ce mucho mucho tiempo y que poco a poco ha ido perdiendo la densa etiqueta triple X para entrar a formar parte de una superficie más vital, certera y escandalosamente necesaria.


Carolina ya lo había hecho en “Todo en otra parte” (Seix-Barral, 2005), o quizás había anunciado que lo suyo no era irse por las ramas de las historias, sino por las raíces de un lenguaje que parece volver a nacer, y que al dar sus primeros balbuceos –viene al mundo con los ojos abiertos-, modifica ese engranaje narracional, estimulando sentidos y neocodificando posibilidades que no son más que guiños a un pasado -¿Armonía Sommers? ¿Mario Levrero? ¿Roberto Arlt?- o a un presente -¿Antonio Ungar?- que empieza a ser devorado por la apuesta a un sentimiento que hiberna, que nutre una anomalía o requisito para comprender un desorden siniestro, aunque hermoso, del que hacemos parte.


Al final, simplemente, sólo somos bloques, cápsulas de tiempo y oxígeno y algunos minerales que quedarán eternamente seducidos por su corto paso sobre esa faz del planeta, y del que difícilmente lograrán salir –entrada x salida- y recorrer otras coordenadas, otros paisajes, otras finalidades inútiles por recordar la cercanía al precipicio del planeta plano que nos acoge en su seno.

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