sábado, 15 de enero de 2011

GERICAULT

LA LOCURA DE NUESTRO TIEMPO

Mario Mendoza. Seix Barral. Abril de 2010. 262 pp.

Las tempranas y sinuosas memorias de Mario Mendoza, tienen un primer componente que oficia como punto central de la fuga o estallido que promete: "A esta edad se tropieza uno con gente que ya está en descenso, que ha bajado la guardia y que en consecuencia vive melancólica, desempeñando el papel de víctima con facilidad, depresiva o resentida porque no fue capaz de administrar su vida con eficiencia y lucidez."
El paso del tiempo, ese indescifrable asesino, hace de las suyas en este descanso. Después de 16 años de publicar "La ciudad de los umbrales", esta suite bisagra, mantiene en vilo al lector para disparar en su rostro.
Ya se sabe. Con Mendoza no hay posibilidad de refugio, porque nos recuerda que no hay una segunda oportunidad sobre la tierra.
Y peor aún, post "Buda Blues" y todo ese embeleco fanático académico cientificista, aquí él se desviste las capas de piel que lo ocultan.
En estos azarosos tiempos, es difícil alcanzar un gramo de verdad en este universo proclive al desconcierto.
Como una pequeña pieza nuclear de su rompecabezas, Mendoza consigna, por fin, aquello que se le ha oído reiteradas veces, suerte de profeta loco que nadie desea tener en cuenta, y aquello que sus lectores de vieja data intuían apenas para completar la sombra de un autor capaz de encantar desde un lenguaje desollante.
"El trabajo literario, lentamente, nos va conduciendo a un alejamiento feroz, a una soledad progresiva que es difícil de contener".
El paisaje personal, lo compone su núcleo familiar, amigos cercanos, ex compañeros de colegio, vecinos menores de edad, presas, ex secuestrados, actores, perfiles o entrevistas con Valeriano Lanchas, John Leguízamo, el profesor Eduardo Jaramillop -lo misterioso es que cada una de ellas es transformada (¿traducida?) en personaje mendoziano- y esos ingredientes especiales que hacen que la vida del escritor nacido en 1964 sea lo que es: las máquinas de escribir, Edgar Allan Poe, el insomnio feroz, la personalidad múltiple, los hikikomoris, Theodore Kaczynski y esa anómala soledad tan permitida que como especie estamos llamados a ocupar cada vez con mayor furia (Al despertar, FB seguía encendido aunque no hubiera nadie para brindar un abrazo). Y claro, Campo Elías, las masacres múltiples y esas enfermedades que son tan difíciles de ubicar ¿psicológicas? ¿sociales? ¿estatales? ¿íntimas? agnosias que nos representarán -como especie- en un par de siglos y que en décadas, 60% de colombianos hoy en día con problemas mentales, serán como una gripa común.
Cuando la revolución, hasta que alguien lo permita, de la red virtual dominó el orbe entero, cuando leer un libro es similar a empuñar un arma, cuando la mentira se convirtió en parte obligatorio para un gobierno, y cuando la novela del siglo XXI será (autobio)gráfica, confesarse parece ser el grito que nadie desea oír que planta una semilla de lentísima germinación y que futuras generaciones se encargarán de recoger en un ambiente insuficientemente silente, aunque sí demasiado pálido y oscuro para los gustos presentuales.
Mendoza avisa y delira.
Ese es el escozor que se siente al cruzar sin protección sus páginas.
Tiene la amabilidad de tender una cuerda floja sobre el abismo y de no estar presente en la caída porque ya la había presentido.
Su prosa vivificante, brinda discretamente gotas de agua al sediento que sabe que morirá de inanición.
Hay algo más terrible más allá del pozo putrefacto de la lucha civil tripartita color demencia que nos identifica.
Y lo peor, es que nadie está inmune a ese llanto silente.
Víctimas y victimarios, lo obtuso es pretender escapar por una salida sellada.
Y sin embargo, palpita el lenguaje, es decir, la vida.
El horror presente es la tragedia futura.

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