sábado, 25 de diciembre de 2010

“CEREMONIA DE NUESTRA ETERNIDAD”

HERÁCLITO INASIBLE

Jorge Cadavid

Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Colección poesía. Bogotá. Agosto de 2010. 106 pp.


¿De qué hablamos cuando hablamos de poesía?

Me atrevo a dar tres respuestas, muy personales en todo caso: de sonido, es decir, del ritmo, del eco, de ese tenue sonido que queda al cerrar un libro o repasar un encuentro con un objeto poético que ya se conocía. La segunda, es la geográfica; confieso que no puedo desligar mi GPS natural a momentos claves en torno a la poesía. Y la tercera, la que lo une todo, resulta ser el silencio. Ese Genio, ese Don, ese Absoluto Ser Misterioso.


La poesía –Gómez Jattin la definía como algo más que un simple destino literario- escoge a sus lectores. Lo delicado, y a veces inexplicable, es que no todo el mundo se acerque a ella con esa impúdica reverencia que parece exigir, que confunde y altera.


Sin embargo, como suele suceder con el jazz, a veces más que etiqueta o estados diversos o patatín patatán, lo que ella pide es complicidad.

Poco importa ser un Thomas Stern Eliot, un Octavio Paz, un Alberto Caeiro o un, ya lo dijimos, Gómez Jattin.


Lo curioso es no recordar los primeros buenos momentos de un encuentro.

¿Cómo habrá sido el primer amanecer visto en brazos de mi madre? ¿Me asustaría la primera tormenta eléctrica? ¿Dije algo ante la primera noche estrellada?

Esa fuerza tan escondida dentro de uno, lo lleva a perderse en caminos confusos de la memoria, que no es más que otra forma de vivir directo y exclusivamente para la muerte, esa reina.


De Jorge Cadavid, recuerdo tomar anotaciones de su “Ultrantología”, hace ya algunos años, y repasar como quien no quiere la cosa tanto “El diario del entomólogo”, como “Un leve mandamiento”, en circunstancias adversas en épocas de guerra, en trincheras asfixiantes y huyendo de la mendicidad como del fuego.

Su eco, ya lo dijimos, quedó en latencia, aguardando las condiciones meteorológicas exactas para salir a la superficie.

Como algunos peces cartilaginosos, probamos primero con la boca para luego degustar o rechazar aquello que nos urge.


De 2003 a 2008 hay un buen trecho en según qué edad.

No me quejo. No puedo quejarme, mejor dicho. No tengo por qué.

Tras hacerme a unas cuantas copias de sus títulos, y haberlo visto recitar en dos o tres ocasiones, sabía ya a quien enfrentarme y qué esperar de él.

Su fuerza, por momentos, es enceguecedora y mágica. Podría nombrarla como derviche y sufí. Como mística y fibrosa. Como silente y palpitante.


Enemigo de las jerarquías, podría sin embargo nombrarlo como el poeta más importante de la nueva generación –nació en 1962 en Pamplona, Norte de Santander-, pero haría estallar de la ira a más de un enemigo del azar y persecutor del bastón de mando de la mentira.


*


Hace ocho días, tuve ocasión de leer su (Antología personal) titulada “Fragmentos del silencio”, y quizás porque estaba de pie esperando a una cita, o porque a cada página que pasaba el cielo se volvía más y más gris, y sin huir de aquel lugar, cada poema –que ya había leído en alguna ocasión- me resultaba inquietante a manera de refugio.

Esos insectos, ese silencio, esa búsqueda atemporal, el cielo, el silencio o la misma botánica, “los círculos en el agua” o “la piedra desnuda.”.

Al terminar, casi sin darme cuenta, y sin haber concretado el contacto para mi cita, me importó poco o nada el cruzar la calle y entrar a beber algo a la tienda del frente.

Lo importante, quizás, había sido el hecho de que sobre cada plataforma de musgo, mis pies ya levitaban, por lo que la simbiosis era fuego puro, fuego de una dulzura exquisita.


Cabe decir que “Fragmentos del silencio” (Caza de libros, 2010) se editó en julio, un mes antes de la edición oficial de “Heráclito inasible”, un título que poniéndole orden a los mapas, sigue el espacio ocupado por “Tratado de cielo para jóvenes poetas” (Universidad de Antioquia, 2008). Libro que, valga repetirlo, cuenta una suerte de historia celestial.


La poesía de Cadavid, a menudo, se acoge a términos como silente, murmurante, callada, suavecita.


Términos que perfectamente corresponden a sus poemas, si hablamos del aire, de la luz solar que se cuela por las ventanas, de una fruta o de las huellas de algún insecto sobre el agua.

Agregaría, también, el tacto y su palpitar. O la testigicidad ante una luz que empieza a caminar sobre una mesa, o una inquietante pero perpleja alegría que se asoma desde muy dentro, desde muy muy dentro del poeta.


“Y silabea el agua/que está en el principio/y en el fin de todo/y que produce formas”, susurra en “Agua”.


Si bien me fue bien leyendo a Cadavid en una calle bogotana, podría decir que el mejor lugar para su poesía es la memoria. Caminar y recitar de a puchitos, nadar y recordar palabras, cantos, voces, sitios. Tumbarse a dormir, escapar al influjo del cielo, cercar al pasto con la mano.


No recuerdo una poesía tan orgánica, tan humana dentro de lo fisiológico.

A veces siento que las palabras son fractales del tiempo: nubes o aire, gotas de agua o emancipaciones del sueño.


Sospecho que su obra empezará a entrar en el Mausoleo de la Poesía Colombiana disfrazada de musgo, de hongo, de líquen; de hormiga, de espejo, de mariposa; de paisaje o de recuerdo.


Lo intrigante, por otra parte, resulta ser esa advertencia en “Lieder”: “Estoy en la vigésima octava/letra del alfabeto/y dices que escribo poco”, de la que poco o nada podemos comentar hasta nueva orden.


Silencio, Erik Satie, eternidad, Giorgio Morandi, lo bendito, Federico Mompou, la luz, cada verso, alguna hipótesis, “el último final”, su “primer principio”, las constelaciones, la fuga…


Esa es solo una fracción de la labor de este agricultor.


Cuando el mapa luzca invisible, entonces lo entenderán, mientras tanto, “los versos pasan silenciosos como las sombras” …, y nosotros leemos, que es una forma discreta de construir.


Estamos hechizados…callados, pero hechizados…y aun así, danzamos al ritmo de estos cantos, lo que implica seguir

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